Era algo así como las cinco de la tarde. Venía del trabajo algo cansado y estresado por la dura jornada, pero dudo que ello haya influido de algún modo con lo que me tocaría vivir en esas próximas horas. Se que no hubo ninguna alucinación, ningún delirio, no estaba ni borracho, ni drogado, ni demente.
Me bajé del colectivo deseando llegar cuanto antes a casa, tomarme un par de mates, darme un baño y recostarme un rato. A eso de las nueve de la noche, un amigo vendría a buscarme para jugar al fútbol.
Llegué a casa, abrí la puerta y apenas crucé el umbral de la puerta, tuve una mala sensación, un trágico presentimiento, como que algo indebido y macabro estaba a punto de suceder.
Entré al living y ahí mismo fue que lo vi. Había un ataúd, coronas florales, velas encendidas… Era un velorio ¡En mi propio living! La casa se hallaba vacía, la puerta no había sido violentada, las ventanas se hallaban cerradas. ¿Cómo llegó todo eso allí?
No puedo describir el medio con el que me acerqué lentamente al ataúd. Dudaba en ir con los ojos cerrados o no, pero como aún corría el riesgo de que todo fuera algún engaño de mis enemigos o al contrario, una pésima broma de mis amigos, junté un poco de valor y fui al encuentro del cadáver. Observé, casi temblando, que el ocupante del cajón mortuorio era un tipo mayor de edad, quizás de unos setenta años. Pero había algo en él, que despertaba en mí un fuerte escalofrío. ¡Era el gran parecido que tenía conmigo! El pánico aumentó cuando pude observar la inscripción que llevaba grabada la placa del ataúd. “Patricio Bengoechea 1980- 2055”.
Huí despavorido de la casa, y ya no me importó si todo se trataba de una broma ni si mis amigos se hallaban escondidos en algún lugar de la casa, meándose de risa de cómo estaba reaccionando. Llegué hasta la puerta en solo un par de segundos y cuando me encontré en la vereda me que dé agitado y confundido. Lo que acababa de presenciar era algo descabellado e ilógico.
¿Quién podría tomarse el trabajo de hacerme una broma como esta?
Junté aire, tomé valor y volví a ingresar a casa, impulsado por una mezcla de curiosidad y de inconciencia.
En esta oportunidad, la primera sensación que me invadió cuando entre a mi hogar fue de una especie de alegría, de júbilo. Llegaba hasta mí un dulce aroma, una especie de fragancia fresca, floral y con un toque dulzón. Nunca había utilizado ningún desodorante de ambiente de ese tipo. Fui hasta el living y sentí que todo volvía a la normalidad. Ya no se encontraba mi “velorio” en esa sala.
Respiré aliviado, me refregué los ojos y me dije “ya está, ya pasó todo”.
Decidí obviar el par de mates y darme una tibia ducha inmediatamente. Quizás el estrés diario me estaba comenzando a afectar. Fui hasta mi dormitorio a buscar un toallón limpio y de pronto todo comenzó de nuevo. Me pareció escuchar un ruido bastante extraño proveniente de mi cuarto. Tomé un escobillón, lo empuñé firmemente y me dispuse a partirlo en la primera cabeza que se me apareciese. Cuando ingresé a mi dormitorio, el lloriqueo de un bebé cortó con el tenso clima que se había creado y me dejó confuso y perplejo. Un bebé, de no más de un par de días de vida, se encontraba en mi cama. Él se encontraba solo, completamente solo. Me acerqué, lo tomé en mis brazos y lo contemplé de cerca para asegurarme que se hallaba bien. El bebé, gordito y hermoso, parecía encontrarse bien de salud, pero de todas formas su imagen volvió a despertar en mi aquella extraña sensación. ¿Puede ser que ya haya visto a este niño en alguna otra ocasión? Estaba completamente seguro de haberlo visto en algún lado, en un video casero, o en un álbum de fotos… Pero claro, eso es…el video, las fotos… Ese bebé que tenía en mis brazos era… ¡Yo! O sea era yo cuando solo era un bebé… Dejé al niño en la cama justo cuando comenzaba a llorar otra vez y salí nuevamente corriendo en busca de la calle. Me detuve otra vez en la vereda y comencé a debatir en mi interior.
¿Qué mierda estaba sucediendo? ¿A quien contarle todo esto? Y por sobre todo ¿Dónde dormiría en la noche?
Retomé la iniciativa y otra vez me dirigí hacia la puerta de mi casa. Repetí el procedimiento de tomar aire y de juntar valor y llevé mi mano hasta el picaporte. Para mi sorpresa, la puerta se hallaba cerrada. ¡Cerrada! Sin saber que hacer, desesperado y aturdido, toqué el timbre de mi casa sin cuestionarme por lo ridículo que ello era.
A esa altura de las circunstancias, de haber sido espiado por algún curioso vecino, lo más probable es que lo hubiese alarmado por mi demente comportamiento. Doy gracias a Dios de que aquella tarde, vaya uno a saber porque, ninguna persona se encontraba en la calle.
Volví a tocar el timbre, haciéndolo sonar un rato más que la primera vez y está vez la puerta se abrió. Mi aterrada mirada fue presurosa en busca del rostro de la persona que me atendía y en ese momento fue cuando mi miedo llegó a su punto máximo.
La persona que estaba detrás de la puerta… ¡Era yo…!
Los dos tuvimos exactamente el mismo gesto de sorpresa, la misma mueca de pánico y la misma desesperación. Cuando mi otro yo cerró violentamente, espantado por mi presencia, yo aparecí dentro de casa, con mi mano derecha cerrando el pasador y con mi mano izquierda dando vuelta a la llave.
No alcancé a reponerme y para terminar de enloquecer, el timbre de casa volvió a sonar…
¿Qué más podría llegar a pasar?
Me asomé tembloroso por la mirilla y cuando parecía que mi corazón estaba a punto de estallar, apareció ante mis ojos el entusiasta rostro de mi amigo.
-¡Dale Pato, se nos hace tarde para ir a la cancha!
Era mi amigo que venía a buscarme para ir a jugar al fútbol. Lo hice pasar, busqué rápidamente la ropa que necesitaba para hacer deporte y huí de la casa.
¿Si le conté algo? ¡No! Que le iba a contar… ¡Se me iba a cagar de risa!
Al terminar el partido, me preocupé en tomarme no menos de seis litros de cerveza para llegar a mi casa bien borracho e inconsciente, cosa de no darme cuenta si algo insólito volvía a suceder. Aunque no tuve esa suerte. ¡Y ni la borrachera me ayudó!
Pero a esto no lo puedo contar ahora, aunque tengo la esperanza que una vez que sepan la verdad, puedan comprender porque opté por guardar silencio…
Me bajé del colectivo deseando llegar cuanto antes a casa, tomarme un par de mates, darme un baño y recostarme un rato. A eso de las nueve de la noche, un amigo vendría a buscarme para jugar al fútbol.
Llegué a casa, abrí la puerta y apenas crucé el umbral de la puerta, tuve una mala sensación, un trágico presentimiento, como que algo indebido y macabro estaba a punto de suceder.
Entré al living y ahí mismo fue que lo vi. Había un ataúd, coronas florales, velas encendidas… Era un velorio ¡En mi propio living! La casa se hallaba vacía, la puerta no había sido violentada, las ventanas se hallaban cerradas. ¿Cómo llegó todo eso allí?
No puedo describir el medio con el que me acerqué lentamente al ataúd. Dudaba en ir con los ojos cerrados o no, pero como aún corría el riesgo de que todo fuera algún engaño de mis enemigos o al contrario, una pésima broma de mis amigos, junté un poco de valor y fui al encuentro del cadáver. Observé, casi temblando, que el ocupante del cajón mortuorio era un tipo mayor de edad, quizás de unos setenta años. Pero había algo en él, que despertaba en mí un fuerte escalofrío. ¡Era el gran parecido que tenía conmigo! El pánico aumentó cuando pude observar la inscripción que llevaba grabada la placa del ataúd. “Patricio Bengoechea 1980- 2055”.
Huí despavorido de la casa, y ya no me importó si todo se trataba de una broma ni si mis amigos se hallaban escondidos en algún lugar de la casa, meándose de risa de cómo estaba reaccionando. Llegué hasta la puerta en solo un par de segundos y cuando me encontré en la vereda me que dé agitado y confundido. Lo que acababa de presenciar era algo descabellado e ilógico.
¿Quién podría tomarse el trabajo de hacerme una broma como esta?
Junté aire, tomé valor y volví a ingresar a casa, impulsado por una mezcla de curiosidad y de inconciencia.
En esta oportunidad, la primera sensación que me invadió cuando entre a mi hogar fue de una especie de alegría, de júbilo. Llegaba hasta mí un dulce aroma, una especie de fragancia fresca, floral y con un toque dulzón. Nunca había utilizado ningún desodorante de ambiente de ese tipo. Fui hasta el living y sentí que todo volvía a la normalidad. Ya no se encontraba mi “velorio” en esa sala.
Respiré aliviado, me refregué los ojos y me dije “ya está, ya pasó todo”.
Decidí obviar el par de mates y darme una tibia ducha inmediatamente. Quizás el estrés diario me estaba comenzando a afectar. Fui hasta mi dormitorio a buscar un toallón limpio y de pronto todo comenzó de nuevo. Me pareció escuchar un ruido bastante extraño proveniente de mi cuarto. Tomé un escobillón, lo empuñé firmemente y me dispuse a partirlo en la primera cabeza que se me apareciese. Cuando ingresé a mi dormitorio, el lloriqueo de un bebé cortó con el tenso clima que se había creado y me dejó confuso y perplejo. Un bebé, de no más de un par de días de vida, se encontraba en mi cama. Él se encontraba solo, completamente solo. Me acerqué, lo tomé en mis brazos y lo contemplé de cerca para asegurarme que se hallaba bien. El bebé, gordito y hermoso, parecía encontrarse bien de salud, pero de todas formas su imagen volvió a despertar en mi aquella extraña sensación. ¿Puede ser que ya haya visto a este niño en alguna otra ocasión? Estaba completamente seguro de haberlo visto en algún lado, en un video casero, o en un álbum de fotos… Pero claro, eso es…el video, las fotos… Ese bebé que tenía en mis brazos era… ¡Yo! O sea era yo cuando solo era un bebé… Dejé al niño en la cama justo cuando comenzaba a llorar otra vez y salí nuevamente corriendo en busca de la calle. Me detuve otra vez en la vereda y comencé a debatir en mi interior.
¿Qué mierda estaba sucediendo? ¿A quien contarle todo esto? Y por sobre todo ¿Dónde dormiría en la noche?
Retomé la iniciativa y otra vez me dirigí hacia la puerta de mi casa. Repetí el procedimiento de tomar aire y de juntar valor y llevé mi mano hasta el picaporte. Para mi sorpresa, la puerta se hallaba cerrada. ¡Cerrada! Sin saber que hacer, desesperado y aturdido, toqué el timbre de mi casa sin cuestionarme por lo ridículo que ello era.
A esa altura de las circunstancias, de haber sido espiado por algún curioso vecino, lo más probable es que lo hubiese alarmado por mi demente comportamiento. Doy gracias a Dios de que aquella tarde, vaya uno a saber porque, ninguna persona se encontraba en la calle.
Volví a tocar el timbre, haciéndolo sonar un rato más que la primera vez y está vez la puerta se abrió. Mi aterrada mirada fue presurosa en busca del rostro de la persona que me atendía y en ese momento fue cuando mi miedo llegó a su punto máximo.
La persona que estaba detrás de la puerta… ¡Era yo…!
Los dos tuvimos exactamente el mismo gesto de sorpresa, la misma mueca de pánico y la misma desesperación. Cuando mi otro yo cerró violentamente, espantado por mi presencia, yo aparecí dentro de casa, con mi mano derecha cerrando el pasador y con mi mano izquierda dando vuelta a la llave.
No alcancé a reponerme y para terminar de enloquecer, el timbre de casa volvió a sonar…
¿Qué más podría llegar a pasar?
Me asomé tembloroso por la mirilla y cuando parecía que mi corazón estaba a punto de estallar, apareció ante mis ojos el entusiasta rostro de mi amigo.
-¡Dale Pato, se nos hace tarde para ir a la cancha!
Era mi amigo que venía a buscarme para ir a jugar al fútbol. Lo hice pasar, busqué rápidamente la ropa que necesitaba para hacer deporte y huí de la casa.
¿Si le conté algo? ¡No! Que le iba a contar… ¡Se me iba a cagar de risa!
Al terminar el partido, me preocupé en tomarme no menos de seis litros de cerveza para llegar a mi casa bien borracho e inconsciente, cosa de no darme cuenta si algo insólito volvía a suceder. Aunque no tuve esa suerte. ¡Y ni la borrachera me ayudó!
Pero a esto no lo puedo contar ahora, aunque tengo la esperanza que una vez que sepan la verdad, puedan comprender porque opté por guardar silencio…
1 comentario:
Interesante cuento. Me pregunto que pudo haber ocurrido...es intrigante
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