Obra de Rocío Tisera

jueves, abril 19

Imposible

Él se sentía aburrido, deprimido. No era casual que ese día fuera domingo y mucho menos que comenzara a atardecer. Las cuatro paredes del cuarto empezaron a asfixiarlo y sin ganas de leer, ni de escuchar música, ni de ver alguna película, decidió finalmente salir a caminar un rato.
Comenzó a andar por una calle poco transitada, rumbo a la plaza del barrio. Su primera intención fue la de sentarse en algún banco para mirar el ir y venir de la gente, mientras pensaba en cualquier tontería. Pero de pronto, la monotonía de la que se sentía víctima se rompió. Porque vio a una mujer, que para él no era cualquier mujer, parada a unos treinta metros delante de él.
Ella lo miraba fijamente, como hipnotizada, a la vez permanecía callada y serena.
Era hermosa: cabellos rubios y cortos, rozándoles los hombros, ojos celestes que le daban una mirada tímida y a la vez sensual, estatura similar a la de él, delgada pero no como esas os raquíticas que suelen aparecer en los desfiles de moda sino con curvas armoniosas...
Quedó instantáneamente flechado y se detuvo ante ella, sin saber que decir ni que hacer.
Intentó acercarse, para iniciar alguna conversación, pero ante cada paso que él daba, ella retrocedía uno. Al principio creyó que estaba siendo víctima de una patética broma, pero ella se mantenía tan seria como desde el primer momento, mientras continuaba sin pronunciar ninguna palabra.
Extrañado por su comportamiento, desistió de seguir participando de ese tonto juego y dándole la espalda furiosamente, inicio el camino de regreso a su casa.
Mientras caminaba, él sintió unos pasos que le seguían.
Intrigado, volteó para ver de quien se trataba, y era ella otra vez.
Se detuvo y a la vez, ella también lo hizo. Se acercó y ella nuevamente retrocedió.
Entonces, él marchó rápidamente a su casa, casi corriendo y sin volver la vista atrás.
Jamás volvió a verla en su vida.

A los pocos días, él se olvidó, y para siempre, de esta extrañísima anécdota, aunque en algún lugar de su memoria debió haber quedado grabado el rostro de aquella mujer, ya que de ahí en más, casi todas las noches soñó con esa bromista, o loca, o lo que haya sido.
Sin embargo, ella aún lo está esperando, en esa misma esquina al frente de la plaza.
Esto es lo que yo llamo un legítimo “amor imposible”.
Tal vez, el único y verdadero bromista de toda esta absurda historia, haya sido el destino, quién jugó la peor humorada que se le pudiera haber ocurrido jamás.

FIN

domingo, abril 15

Un gran final

Don Hugo sentía que la vida le llegaba a su fin. Sufrió un fuerte dolor en el pecho, una aguda puntada que lo dejó casi sin respiración y se dio cuenta de que esa era la señal de que este nuevo ataque que estaba por sufrir sería el último. Se puso a buscar en la agenda telefónica el número del doctor que solía atenderlo, pero luego de dudarlo por un momento, desistió de hacerlo. Fue en busca del diario que estaba arriba del televisor, tropezando con la mesa, con una silla, mareado a punto de desplomarse. Sentía sus piernas débiles, pero igualmente pudo volver hasta donde estaba el teléfono. Llamó, pero no al doctor de la obra social que lo atendía, sino a un número que aparecía en un aviso en los clasificados, en el que se ofrecían "jóvenes y bellas" prostitutas. Solicitó nada menos que cuatro muchachas y pidió que fueran urgentes hasta su domicilio. Se sentó en el sillón a descansar un rato, pero al cabo de un par de minutos, fue hasta el baño en busca del botiquín de los remedios. Revolvió entre cajitas, envases y remedios, hasta que llegó a las pastillas que solía tomar cuando se sentía tan mal como lo estaba en ese momento. Pero nuevamente, por un instante, volvió a dudar. Tiró la cajita a un lado y continuó revolviendo el botiquín hasta que su mano dio con otra caja de comprimidos. "Viagra", leyó y sonriendo pícaramente, aún a pesar del asfixiante dolor que sentía, tomó una de esas pastillas afrodisíacas y luego volvió a sentarse en el sofá.
A los quince minutos sonó el timbre de casa y él, desde donde se encontraba, gritó con la poca voz que le quedaba: "¡Pasen, está abierto!". Las cuatro jovencitas, vestidas muy provocativamente, cruzaron con sensualidad el umbral de la puerta para encontrarse con el viejito que ya se encontraba desnudo, acostado sobre el sofá.
-"¡Apúrense chicas, se me acaba el tiempo!", dijo casi susurrando. Y comenzó la fiestita… que duró unos cinco minutos, porque una de las chicas que se encontraba sobre don Hugo, comenzó a gritar aterrorizada "¡Lo matamos, lo matamos!".
Sobre la mesita del teléfono, el viejo había dejado una nota, precavidamente. "Sufro del corazón. Por cualquier cosa, llamen a este número… Gracias chicas." Debajo del papel, se hallaban unos billetes con una nueva nota. "Por las dudas, su pago".
Quince minutos después, llegó la ambulancia, pero nada pudieron hacer los enfermeros para salvar la vida de don Hugo. Sin embargo, el viejito había cumplido su último deseo, despidiéndose de la vida a lo grande.

En el velorio de don Hugo, nadie podía dejar de referirse a él con la consabida e irónica frase: "Al menos murió haciendo lo que más le gustaba". O también: "Al menos murió feliz". Obviamente, los comentarios, los chismes y todo tipo de referencias que se mencionaban en las conversaciones de los familiares y de los vecinos, hacían hincapié en la insólita manera en que el querido abuelo había encontrado la muerte. Y mucho más se habló de don Hugo (por supuesto que todo lo que se hablo fueron elogios) cuando muy tímidamente, ingresaron a la sala velatoria las cuatro prostitutas que habían sido solicitadas por el viejo en la tarde anterior. Más de uno de los presentes, no pudo dejar de sentir un poco de envidia por el abuelo.
Es que la verdad, ese había sido un gran final para su gran vida.
Es más, esa es la manera con la que me gustaría despedirme el día que me muera.

FIN