Obra de Rocío Tisera

martes, febrero 24

Reencuentro


En los primeros meses de noviazgo con Adriana solía bromear diciéndole que si por esas cosas del destino dejábamos de estar juntos, y si cada uno seguía por su camino y dejábamos de vernos, yo la esperaría en la plaza Alberdi el día 21 de setiembre del año 2000 para reencontrarnos, para contarnos en que andaban nuestras vidas y sobre todo, para preguntarle si ella era feliz sin mí. Ella, también bromeando, me preguntaba a que hora sería la cita, no fuera cosa de que termináramos desencontrándonos. “A eso de las nueve de la noche”, le respondía y nos reíamos de algo que en ese momento nos parecía tan lejano e irreal. Corría el verano de 1992 y con toda la inocencia propia de aquella juventud, ni siquiera imaginábamos que esa instancia finalmente llegaría. Porque el tiempo pasó vertiginosamente y esa relación con Adriana solo duró un par de años. Durante mucho tiempo, no supe que había sido de su vida.

Una noche, de casualidad, o quizás no tanto, salí a caminar por el barrio, yendo por la avenida 24 de septiembre hasta llegar a la plaza Alberdi. Me acerqué hasta el quiosco de revistas, compré una de fútbol y me senté en uno de los bancos para ojearla, mientras tomaba un poco de aire. “El club Talleres de Córdoba festejó con una goleada el comienzo de la primavera”, rezaba uno de los titulares. Esa noche hacía demasiado calor para esa época del año. De pronto algo empezó a inquietarme y comencé a pensar a que podía deberse. Nada se me ocurría, pero ese titular había activado algo que se hallaba oculto en mi memoria. ¡Pero claro! ¡Qué estúpido que soy! ¡Hoy es 21 de septiembre de 2000! El recuerdo de Adriana volvió hacia mí y me sonreí pensando en aquella cita que nos habíamos prometido aquel día tan lejano. Pero sabía que era completamente imposible que ella apareciera, y eso no hizo más que llenarme de nostalgia y de mucha melancolía.

Era absolutamente descabellado pensar que Adriana se presentara aquella noche, lo sabía.
Pero de pronto, una figura femenina comenzó a acercarse a mí. Mis ojos llorosos me impedían ver claramente lo que sucedía a mi alrededor, y tal vez por eso no advertí su cercana presencia. Me refregué los ojos y miré instintivamente el reloj. ¡Eran las nueve de la noche! Levanté la mirada sobresaltado y retrocedí a través del banco, hasta casi caerme al piso. Esa mujer que se acercaba… ¡Era Adriana, no podía ser otra! A pesar de todo el tiempo que pasó, nunca confundiría sus cabellos oscuros y ondulados, su mirada intimidante y felina, su sonrisa altanera… Pero era imposible. ¡Imposible! Me levanté del banco y huí espantado, como un demente, por el medio de la avenida, esquivando autos, colectivos, camiones, trolebuses, motos…

Pensar que si no me hubiera encontrado con mi amigo Pedro hace solo unas semanas, nunca me hubiera enterado de aquella lamentable noticia, y yo habría pasado toda la noche, sin saberlo, sin siquiera imaginarlo, con un fantasma. Si, dije bien, ¡con un fantasma! Porque Adriana, tal como luego pude leerlo en un diario y tan solo así terminar de convencerme, había fallecido cinco años atrás en un terrible accidente de tránsito.

sábado, febrero 21

Dioses


Se de un dios que infructuosamente intentaba pasar desapercibido.
Se de un dios que siempre tendía a enamorarse del mal.
Se de un dios que creaba dogmas para que existieran los herejes.
Se de un dios cuya bigamia espiritual lo llevaba a querer al bien casi tanto como al mal.
Se de un dios que tuvo una secta que nunca lavaba las mentes, sino que las ensuciaba tan solo un poco más.
Se de un dios que volvió cleptómano al tiempo para que se desvelase por robar vidas.
Se de un dios que no deseaba ser una estrella fugaz ni una fiebre pasajera, sino que venía aquí para quedarse, para quemarnos.
Se de un dios que desconfiaba de todo aquello que siempre pasaba, de todo aquello que nunca se posaba.
Se de un dios que creo el elixir de la vida eterna y luego lo hizo evaporar muy lentamente, ante los ojos de todos.
Se de un dios que poseía la particularidad de adorar todo tipo de blasfemias, todo tipo de pecados.
Se de un dios que no siempre creía en si mismo, por lo que a veces se volvía ateo.
Se de un dios que en todo momento tenía los alfileres preparados para el momento del maleficio.
Se de un dios que creía que a las personas las cargaba el diablo.
Se de un dios que sabía que el destierro del alma era peor que el entierro de la carne.
Se de un dios que conocía al mejor de los creyentes, que era aquel que no podía creer en nada.
Se de un dios degradado que se convirtió en un ángel condenado al fuego del olvido.
Se de un dios que siempre huía espantado de las sangrientas guerras que él mismo había provocado.
Se de un dios que deseaba tener de hijo a un Cristo subversivo.
Se de un dios que advirtió a su pueblo que no esperara soles de quién solo regalaba oscuridad.
Se de un dios que odiaba a todos aquellos que tiraban piedras solo para olvidar sus propios pecados.
Se de un dios que se convertía en rayo y que solía fulminar a todos quienes lo adoraban.

Yo he tenido la suerte de que este corazón pagano nunca fue bendecido por ninguno de esos mil dioses que habitaban este mísero Olimpo. Mil dioses que hoy, de pronto, han dejado de existir...

miércoles, febrero 18

Yo no tengo la culpa


Yo no tengo la culpa de que todas las estrellas me hagan navegar irresistiblemente hacia ti.
Yo no tengo la culpa de que cada tanto, un enjambre de dulce nostalgia invada mi casa y me ataque sorpresivamente
Yo no tengo la culpa de que hayamos pretendido ser dos personas desprevenidas que quisieron valer por una.
Yo no tengo la culpa de que cada vez que camine buscando un refugio, durante toda la fría madrugada, termine dándome cuenta de que ese refugio es el mismo camino que me lleva a tu boca.
Yo no tengo la culpa de no pretender la eternidad, sino vivir aunque sea solo un minuto contigo.
Yo no tengo la culpa que aquí habite el hastío y que se haya acostumbrado a estar a mi lado y que se haya convertido en un enemigo al que ya no puedo odiar.
Yo no tengo la culpa de haberte dado los mejores años de mi agonía.
Yo no tengo la culpa de que existan largas noches que me hagan sentir aquel eterno y tonto temor de olvidar tu rostro y de no encontrar jamás un dulce motivo que me induzca a soñar.
Yo no tengo la culpa de que tus labios tantas veces hayan murmurado el adiós y que tan pocas veces hayan dicho lo que deseaba escuchar.
Yo no tengo la culpa de estar en medio de una ciudad superpoblada pero dentro de un cuarto en el que me siento absolutamente solo.
Yo no tengo la culpa de que cada recuerdo se mantenga tan fiel y que cada uno de ellos ya haya pasado a formar parte de mi misma carne.
Yo no tengo la culpa de ser una palabra que solo puede renacer en tu voz.
Yo no tengo la culpa de haber probado el azúcar de tu piel sin haber imaginado que hoy estaría añorando saborear otro poco.
Yo no tengo la culpa de que nunca podamos estar a mano mientras tus recuerdos me lastimen de esta manera.

Tú, si tú, tienes la culpa. La culpa de haberme convertido en un estúpido, un imbécil, un infeliz, que no puede dejar pasar ni un solo segundo sin recordarte…

domingo, febrero 15

Debajo de mi piel


Comienza a amanecer
debajo de mi piel,
dentro de mis venas,
y se despliega
con mucha premura
un cielo rojizo
furioso y brillante,
coagulado de estrellas.
Puedo sentir el alba
inundando las arterias,
recorriéndolas como lava,
abriendo anchos canales
en mi convulsionado cuerpo.
Porque la sangre
ahora es un vivaz fuego,
una llamarada sagrada
que nace de ese glorioso sol
y que hoy
late más que nunca,
insaciable e iracundo.
Comienza a amanecer
debajo de mi piel,
y hoy solo puedo pensar
en brillar…