Obra de Rocío Tisera

jueves, mayo 21

El doble


En el mundo existen muchas personas que son egocentristas, vanidosas y egoístas, o de mucha autoestima y amor propio, o pedantes y hedonistas. Bueno, Ramiro Goycoechea, el protagonista de la historia, comprendía, él solo, la totalidad de esas cualidades. Él estaba prácticamente enamorado de si mismo, de su cuerpo, de su inteligencia, de su carácter…
Tanto es así, que su casa estaba llena de espejos para poder contemplarse mientras realizaba cualquiera de sus quehaceres diarios, por lo que podía presenciarse mientras comía, mientras se bañaba, cuando lavaba los platos, y no solo eso, ¡también cuando hacía sus necesidades!
A Ramiro Goycoechea le encantaban muchísimo las reuniones sociales, ya que ellas eran excelentes oportunidades para poder explayarse del tema que más conocía y admiraba: él mismo. Sin embargo, no solía ser invitado mucho a las fiestas de sus conocidos debido a que absolutamente nadie lo soportaba, y ya pueden imaginarse el porque de esa reacción. Es que si de él dependiera, estaría horas y horas hablando acerca de su inteligencia, de su gran poder físico, de su carisma, de su cultura, su sensualidad irresistible…
A pesar de todo, acostumbraba a tener suerte con las mujeres, quienes se sentían atraídas por él, no tanto por su forma de ser, sino porque ellas solían creer que era un hombre que contaba con una gran fortuna, a juzgar por la manera distinguida con que se comportaba.
Su vida transcurría apaciblemente, y era en realidad la persona más feliz y segura del mundo, ya que tenía la tranquilidad de que nunca podría perder a la persona que más amaba en el mundo, o sea, él mismo.
Por lo tanto, jamás habría imaginado que algún día, todo ello iba a cambiar.

Una tarde, caminando por el centro de la ciudad, creyó verse reflejado en un espejo colocado en la parte exterior de un local comercial. Lo extraño, es que se vio vistiendo una ropa totalmente diferente. Mientras él llevaba una camisa blanca, pantalón de vestir gris y zapatos negros, su reflejo llevaba puesto una remera negra, pantalón de jeans, bastante sucio y gastado, y un par de zapatillas de lona de color incierto, debido a la cantidad de tierra y mugre que llevaba encima.
Ramiro quedó anonadado observando como alguien igual que él conversaba y se reía con una muy bonita joven. Obviamente, esa persona que estaba viendo no era él. Pero a su vez, le llamaba poderosamente la atención de que la ciudad de Córdoba pudiera albergar a dos personas tan perfectamente idénticas.
Por la inesperada situación y por la sorpresa de la que aún no podía recuperarse, no atinó a preguntarle nada, ni a seguirlo para saber donde vivía, ni siquiera, a llamar la atención para saber que reacción tendría el otro al observarlo. Rápidamente, su doble se perdió entre la gente que caminaba apurada y torpemente a esa hora de la tarde.
Ramiro tomó un taxi y volvió a su casa, notablemente shockeado y víctima de una fuerte depresión. Se recostó sobre la cama e intentó tranquilizarse, pero solo luego de tomar un calmante consiguió dormir.

Cuando se despertó al día siguiente, quiso imaginar que todo había sido un mal sueño y nada más que eso. “Es imposible que exista otro yo. Yo soy único”, pensaba Ramiro. “Dios no puede haber creado otro Ramiro, cuando me hizo estoy seguro que Él, en su infinita sabiduría, rompió el molde”, se consolaba. Esa misma noche, como lo hacía todos los sábados, se vistió elegantemente y usó casi tantos cosméticos y cremas como lo podría haber hecho una mujer. Pasó por el estilista para que le hiciera un “raro peinado nuevo”, y de paso, se sometió a una sesión de manicura. Y gracias a Dios, ya se había olvidado por completo de lo que le había sucedido el día anterior. Al fin y al cabo, todo se trataba de una simple casualidad, algo a lo que el común de la gente nunca le llevaría el apunte. Además, siempre estuvo convencido de que como él, no había nadie en el mundo. Nadie.
Pero esa misma madrugada, una vez dentro del exclusivo pub del que era habitué, lamentablemente, volvió a ver a su doble. El impostor, su gemelo, imitador o lo que fuere, estaba en esta ocasión en el sitio VIP que le pertenecía a Ramiro, con un grupo de personas a los que, una vez cerca, pudo identificar como a su mismísimo grupo de amigos.
Si bien todo pudo deberse a un mero y simple capricho del destino o del azar, Ramiro retrocedió apurado hasta encontrar por fin la salida, y subió a su auto para escaparse de ese lugar lo más pronto que podía.

Las situaciones se dieron de una manera tan particular que hicieron que el engreído tuviera finalmente la razón. Dios, de un día para otro, había optado por romper el molde de una vez por todas. Ramiro estrelló su auto contra un frondoso árbol mientras iba conduciendo su coche alocadamente por la ruta. Los peritos de la policía constataron que la aguja del velocímetro había quedado clavada en 200 kilómetros por hora, tal la velocidad en que marchaba hasta la fatal colisión.
¿Quién era su doble? ¿Un hermano desconocido? ¿Alguien que quería robar su identidad? ¿Un alienígena usurpador de cuerpos? ¡Quién puede saberlo! Lo cierto es que a nadie le importó mucho, realmente. Porque nadie lloró la muerte del verdadero Ramiro Goycoechea. Y es más, muchos festejaron a este nuevo Ramiro Goycoechea, que es mucho más simpático, agradable y humilde, sobre todo humilde, que el anterior…

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