Obra de Rocío Tisera

martes, octubre 28

El naufragio


Carlos recorría la playa de esa isla desconocida con el sol quemándole los ojos.
El clima era completamente distinto al que había soportado horas atrás, cuando una de esas violentas tormentas tropicales destruyó el lujoso crucero en el navegaba junto con otras trescientas personas más.
¿Él había sido el único sobreviviente? Le mortificaba terriblemente ese pensamiento.
Pero a pesar de todo, el día era apacible y de no ser por las desgraciadas circunstancias que le habían llevado hasta esa pequeña porción de tierra en el medio del océano Pacífico, podría decirse que se hallaba en el lugar más hermoso de la Tierra.
Carlos no había sufrido heridas de consideración, pero se encontraba exhausto luego de haber luchado durante horas con esas olas indómitas, peleando para sobrevivir. Por esos sus pasos en la arena eran torpes y lentos, mientras la respiración aún seguía agitada.
De pronto, él vio una silueta humana situada a unos metros de allí, y aunque tardó en llegar hasta él, rápidamente lo reconoció. Era uno de los enfermeros del barco que naufragó.
Esa persona se encontraba arrodillada sobre la caliente arena, con sus manos entrelazadas y su frente casi tocando el suelo. Esa persona se hallaba orando y parecía estar en medio de un trance místico.
Carlos se acercó lo más rápido que pudo al él, contento ante la presencia de ese otro sobreviviente.
-¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien? – Le preguntó, pero el que se encontraba rezando lo ignoró completamente. Solo cuando terminó su extensa y emotiva plegaria, levantó sus ojos y le dirigió la palabra.
-Discúlpame. Me llamo Elías. Si, estoy bien dentro de todo. Salvo claro, los litros de mar que me tragué.
-Si, se de lo que estás hablando. Pero la verdad es que hemos tenido una suerte increíble al salvarnos de ese desastre.
-¿Suerte? ¡No! ¡Fue el poder de Dios quien nos salvó! Nunca dejes de recordar lo que acabo de decirte. -Dijo Elías antes de sentarse lastimosamente en el suelo.
Carlos se sentó a su lado y ambos se quedaron contemplando el vasto mar azul, como quien mira detenidamente a algo que aún no logra entender. Las miradas se perdían en el horizonte, mientras la esperanza y la desesperación, se confundían en un ansioso sentimiento que los llevaba a imaginar decenas de siluetas de barcos navegando a la distancia.
-Dime, ¿Cómo puedes creer que Dios nos salvó? Si nada escapa de Él y todo es obra de Él, ¿Por qué produjo esa espantosa tormenta que ocasionó el naufragio y con ello la muerte de todas esas pobres personas? –Reflexionó Carlos.
-El Señor tiene misteriosas formas de obrar. Lo que nos importa a nosotros, es que gracias a su inmensa misericordia, fuimos salvados de una muerte terrible, ya que seguramente Él, en su gran y profunda sabiduría, nos prefirió vivos. Quizás nos tenga preparado para nosotros alguna misión que realizar en su nombre.
-Me parece que me tocó ser naufrago junto a la persona más santurrona del mundo. Si tanto crees en Dios, dile que venga rápido a rescatarnos antes de que estemos muertos de hambre.
-Y a mi me parece que Dios está probando mi fe dejándome en una isla desierta junto al ateo más blasfemo del universo.
Se miraron disgustados y se pusieron súbitamente de pié. Luego de murmurarse algún insulto, se dieron la espalda y se dirigieron a explorar el lugar, en busca de agua dulce y de algo para comer, entre medio de las palmeras que abundaban en esa exótica isla.
No habían dado más de una docena de pasos cuando algo les llamó poderosamente la atención. Primero se quedaron estáticos, sorprendidos, al ver como rápidamente las aguas del mar se retiraban de la playa, mostrando kilómetros de costas que por primera vez quedaban expuestas al sol. Pero unos segundos después, al entender la magnitud de lo que estaba a punto de suceder, ambos se sintieron absolutamente aterrados aunque cada uno de ellos actuó ante esa situación de acuerdo a su forma de ser.
Elías se dejó caer pesadamente de rodillas en la arena y comenzó a orar en voz alta, mientras elevaba sus piadosos ojos al cielo.
Carlos corrió desesperadamente hacia el interior de la isla, buscando alguna elevación del terreno en la cual poder escapar de las inmensas olas que se avecinaban.
Pero ningún milagro se produjo.
El furioso tsunami hizo desaparecer la pequeña isla en solo cuestión de segundos, bajo esas inmensas montañas de agua y sal que se desplomaban espectacularmente.

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