Obra de Rocío Tisera

lunes, septiembre 11

Pecado

Una persona delgada, extremadamente delgada, se va acercando al confesionario.
De unos treinta años aproximadamente, pero con un rostro demacrado y desolado que le aparentaban mucho más, su imagen dejaba la impresión de que se trataba de alguien que sufría por un problema muy grave.
Se arrodilló ante el sacerdote y se persignó, dejando caer sobre su rostro su cabello largo y ondulado. Desprendió un poco su campera, debido al calor reinante dentro de esa iglesia y pasando su mano por su barba de cinco días, comenzó a hablar.
-Padre, dentro de unos cinco minutos cometeré un pecado.
El cura, muy lejos de llegar a esbozar algún gesto de sorpresa (en más de dos décadas de escuchar confesiones pocas cosas ya podían sorprenderlo) se acercó ante la rejilla que lo separaba de quién se estaba confesando y le habló con voz suave y comprensiva.
-Hijo, Dios siempre nos da la oportunidad de que reflexionemos sobre cada acto que vamos a realizar. Si tú sabes que lo que vas a cometer es un pecado, ya sea por obra, palabra u omisión, tú tienes el poder de decidir no obrar esa mala acción.
-Es inevitable Padre. Pero quiero aclararle que no lo hago por venganza, sino para evitar que lo que me sucediera a mí hace veinte años, le pueda llegar a suceder a otros
-Pero hijo, sabes que no debes tomar justicia por mano propia, está la ley de los hombres y por sobre todo la ley de Dios… “No matarás” dice los mandamientos…
-¿Y si le digo que ese hijo de puta que voy a matar, abusó de mí cuando era un niño? Tengo miedo que cualquiera de estos niños que hoy están en esta iglesia, tengan que sufrir por su culpa, la vida miserable que yo tuve que sufrir.
El cura que hasta ese momento mantenía un rostro sereno e impávido, hizo un gesto de terror. Intentó inclinarse hacia atrás, tapándose el rostro con sus manos temblorosas y transpiradas, pero no tuvo tiempo de hacer nada.
Esa persona delgada, demacrada, de pronto se puso de pie e ingresó al confesionario. Sacó del interior de su campera el revólver y le disparó cinco veces, hasta que estuvo bien seguro de haber matado al sacerdote.
Al escuchar el primer disparo, los fieles se tiraron al piso horrorizados, intentando refugiarse bajo los viejos bancos de madera. Pero se podría decir que en ese momento, él si siquiera advirtió la presencia de ellos.
Llegó hasta la puerta y girando hacia el atrio se inclinó hacia adelante haciendo la señal de la cruz y se fue caminando tranquilamente rumbo a la comisaría, dispuesto a entregarse.
Nunca se había sentido tan en paz con si mismo.

FIN

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