Obra de Rocío Tisera

lunes, octubre 2

El intruso

En la madrugada, un coro de ladridos la despertó.
Los perros de toda la cuadra ladraban descontrolados y para aumentar aún más su temor, le pareció oír que desde la cocina provenían unos extraños ruidos.
Aterrorizada, buscó debajo de la cama una caja de zapatos y la abrió nerviosamente. Tomó de su interior un arma e intentó sostenerla con el pulso más firme que pudo.
Ella odiaba las armas, les temía, pero era la única forma de que una mujer sola podía proteger a su hijo en un barrio tan peligroso como en el que vivía.
No supo que hacer, si esconderse en el dormitorio y esperar que esa pesadilla terminase o si impedir que los ladrones entraran a su casa. Se acercó a la cocina y escuchó varias pisadas y voces que le hicieron saber de que se trataba de al menos tres ladrones.
De pronto, uno de ellos comenzó a forcejear la ventana y Mabel se escondió detrás de un viejo aparador refugiada en las sombras. Cuando la ventana cedió, ella descargó las seis balas en el cuerpo del intruso y pudo ver como los cómplices del ladrón abatido, huían por las calles oscuras, corriendo a toda velocidad.
No sabía si el peligro había desaparecido. Solo escuchó algunos débiles quejidos y luego todo fue silencio. Las luces estaban apagadas y tenía miedo de salir del lugar en donde estaba escondida. Pero sabía que no podía estar así hasta que amaneciera.
Se persignó, aspiró bien hondo y se deslizó lentamente hasta donde estaba el interruptor.

Mabel se encontraba aburrida, desparramada sobre el sofá, frente a una pantalla de televisión que cambiaba constantemente de canal.
Era una mujer joven, de treinta y tres años recién cumplidos, soltera y bastante atractiva para estar sin compañía una calurosa noche de viernes. Pero el cansancio de la jornada laboral, más la limpieza de la casa, que se hace interminable cuando se tiene a un hijo adolescente, la habían dejado exhausta y se conformaba con poder mantenerse despierta aunque sea hasta las once de la noche.
-Mamá, me voy. Voy a estar en la casa de Ale con los chicos. Chau. Voy a llegar tarde…
Luego de un abrazo seguido de un rápido beso, Andrés corrió a toda velocidad con rumbo a la calle. Mabel ahora se encontraba más sola de lo que estaba.
Sabía a imposible pedirle a un muchacho de dieciséis años que se quedara con ella a aburrirse en la casa.
Fue hasta la cocina a prepararse unos sándwiches y mientras iba hacia la heladera a buscar un poco de jugo, vio que sobre la mesa de la cocina habían quedado olvidadas las llaves de Andrés.
“Este chico vive en las nubes” pensaba mientras “disfrutaba” en el living de una película que había visto, al menos, unas cinco veces.
A las once y media de la noche, se fue a la cama, satisfecha de haber cumplido el objetivo de durar un par de horas despierta, pero apenas acomodó la cabeza contra la almohada, quedó profundamente dormida.

Cuando por fin se animó a encender las lámparas de la cocina, Mabel se quedó perpleja ante el cuerpo sin vida que se encontraba sobre el piso. Se acercó hacia él con los ojos fuertemente cerrados, mientras una multitud de lágrimas corrían a través de sus mejillas y solo levantó sus párpados cuando terminó de rezar la única oración que se sabía completa. Pero no, el milagro no se produjo.
Sobre el suelo, en medio de un gran charco rojo, había quedado el cuerpo exánime de Andrés.
Mabel lloró y lloró sin consuelo, quizás durante horas, abrazada al cuerpo de su hijo y solo se despegó de él cuando los enfermeros lo subieron a la ambulancia.
La casa estaba rodeada de vecinos y de curiosos que observaban y murmuraban lo que acababa de suceder allí. Algunos de ellos comentaron a los investigadores que en esa casa siempre se escuchaban gritos y peleas, y alguna que otra vieja juraba que ella siempre supo que todo terminaría así.

De pronto, la casa quedó vacía.
Sobre la mesa, se encontraban las llaves que Andrés había olvidado.

FIN

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