Obra de Rocío Tisera

martes, diciembre 5

El pan

La infinita arena era como un espejo que despedía la poderosa luz del sol por todos los rincones del desierto. Soportando estoicamente el cruel calor, hace ya más de 2000 años, un beduino montado sobre su inseparable camello, llegó hasta la ciudad de Nazareth, dando un suspiro de alivio cuando vio la plaza en donde se encontraba uno de esos típicos puestos de mercado.
Los gritos de los vendedores, pregonando sobre la excelente calidad de sus dátiles, túnicas, comidas tradicionales y miles de cosas más, inundaban el seco y cálido aire de esa región de Medio Oriente. El beduino se sentó en el polvoriento suelo, apoyando sus espaldas en un viejo muro que le brindaba una deliciosa sombra, mientras su camello tomaba unos sorbos de agua de una fuente.
Sacó de sus alforjas, envuelto en un lienzo, un trozo de pan que había comprado antes de salir de su pueblo natal. Pueblo al que quizás jamás podría regresar, ya que allí su vida corría un gran peligro y la prueba de ello era el parche que cubría la cuenca vacía de su ojo derecho. Aquellos matones pagados por el padre de su amada habían hecho bien su trabajo. Si él volvía a acercarse a su hermosa Sara, sería hombre muerto.
Pensando en esto y en que haría de su futuro, no se dio cuenta de que un chiquillo de no más de cinco años estaba sentado a su lado. El beduino lo miró con ternura y extendiendo la mano que sostenía el pan, le preguntó: -¿Tienes hambre?
Pero se quedó en vano esperando una respuesta.
El chico, de pronto, abandonó su rostro sereno y dulce, y tomando el pan de la mano del beduino, lo lanzó con todas sus fuerzas, haciéndolo caer cerca de donde se encontraba el camello.
El beduino, sorprendido, se quedó observándolo sin decir nada, hasta que el niño se largó a llorar y salió corriendo, perdiéndose entre la gente.
Veinticinco años después, ese mismo beduino volvió a pasar por esa ciudad.
Disimulaba bastante bien sus cincuenta años y el destino le había sido bastante favorable. Logró hacer una pequeña fortuna, pudo casarse con su querida Sara, una vez que el padre de ella falleció y lo más importante, es que nunca se había sentido tan feliz en su vida.
Volvió a esa plaza, en donde aún se encontraban las tiendas de mercadeo y se sentó en el suelo apoyado contra ese muro que detenía las continuas corrientes de viento y arena, tal como lo había hecho cinco ros atrás.
Mientras él se encontraba perdido en sus pensamientos, un joven de cabellos negros y largos, de barbas y ojos oscuros y profundos, de pronto salió de ente medio de la multitud y lo enfrentó.
-Quizás no me recuerde, pero hace mucho tiempo ya, usted y yo nos encontramos aquí.
-Te recuerdo como si hubiese sido ayer –Murmuró el beduino.
-Le pido disculpas por lo mal que reaccioné ante su noble gesto. Se que han pasado muchos años y quizás le sorprenda, pero siempre me ha mortificado aquel recuerdo, porque aún no entiendo que me llevó a actuar de esa manera.
-No te sientas mal, que yo solo vine a agradecerte. No me preguntes como supe que te encontraría, porque a decir verdad, ni yo se bien que hago aquí. Solo se que si tú no te hubieses aparecido aquella tarde cuando tu solo eras un niño, yo hubiese comido de ese pan. Y de haber sido tú el que lo hubiese probado… A ese pan lo habían envenenado y las manos que hicieron ese trabajo fueron las de los sicarios contratados por alguien que me odiaba ciegamente. Cuando tú lanzaste el pan cerca de mi camello, él lo comió y en menos de media hora ya se encontraba muerto. Tu presencia me salvó la vida, tu reacción te salvó la vida a ti. Por eso vine a darte las gracias. Por cierto, aún no nos hemos presentado…
-Mi nombre es Abdul. –Dijo el beduino.
-Mi nombre es Jesús. –Dijo el joven.

FIN

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