Obra de Rocío Tisera

martes, noviembre 28

¡Me cago!

De pronto, mi frente se empapa de un frío sudor. Una puntada, un dolor agudo en mi estómago, me hace encogerme y el malestar mis sentidos rápidamente. Es lamentable, es totalmente inoportuno. Me estoy cagando y los bruscos movimientos del destartalado ómnibus, en el que voy de sufrido pasajero, sobre las destrozadas calles de la ciudad, no ayudan a aliviar este terrible sufrimiento. Mira vos, yo que nunca me preocupe ni por el estado del transporte público, ni por el deterioro del pavimento, ni por todo ese tipo de cosas, ahora estoy, sin embargo, odiando al intendente, al gobernador, al presidente y a todos aquellos que sean culpables de esta tortura que me están haciendo pasar. ¿Pero qué puedo hacer? Estoy a medio camino y falta mucho para llegar a la casa de mi novia. Pero no puedo ir en este estado a la casa de Fabiola… Me haría morir de vergüenza tener que pedirle permiso para pasar al baño y más aún, me daría vergüenza salir después de él, con todo el pútrido hedor que seguro dejaré detrás de mí. Intento utilizar la autosugestión, ignorar el estremecimiento, pensar en otra cosa, pero no hay caso. Me estoy cagando, nomás. Entonces tendré que ir eliminando poco a poco los gases que presionan en mí. Estoy sentado a lado de la ventanilla, por lo que la abro haciéndome el distraído para sofocar el calor que tengo y de paso para tomar un poco de aire. Aire que muy probablemente, necesitara el resto de los pasajeros, una multitud debido al horario, algunos segundos más adelante. Poco a poco, concentrándome en el movimiento de los músculos, voy dejando que ese molesto gas que me tiene a maltraer vaya saliendo al exterior, intentando aliviar de esta manera el agudo dolor que tengo en mi abdomen. El silencioso, pero a la vez potente vaho salió de mí quemándome el ano, diseminándose velozmente como un poderoso gas letal por todo el ómnibus. La gente no pudo disimular la pestilencia de la atmósfera y comenzó a abrir rápidamente la totalidad de las ventanillas, olvidando el helado aire invernal que entraba por ellas. La viejita que estaba sentada a mi lado comenzó a abanicarse con una revista de tejidos y me sentí totalmente avergonzado por lo que acaba de hacer. Ya no me tiraré más pedos, me dije para mis adentros, no solo por el devastador efecto que causó, sino también porque al hacerlo, casi se me escapa algo a más sólido que gaseoso. Por lo tanto hice un supremo esfuerzo para levantarme del asiento sin cagarme y aprovechando que estaba cerca de la puerta de descenso, me abalanzo sobre el timbre y a la primera parada me bajo. No sin poco dolor, arrastré mi humanidad por las calles, hasta que logré divisar un sitio baldío que me dio una alegría semejante a la que un beduino extraviado en el medio del Sahara sentiría al ver un refrescante oasis. Ingresé sigilosamente en ese terreno baldío, protegido por la intimidad que me regalaban los altos y frondosos yuyales e hice lo que irremediablemente tenía que hacer (en eso de los altos y frondosos yuyales, no me quejaré de ningún intendente, ni gobernador, ni presidente). Me limpié con el suplemento de economía de un diario que estaba tirado por allí y me subí los pantalones con un alivio tan grande, con una paz física y espiritual tan inmensa, que hubiese cantado el Himno Nacional con todas mis energías de no ser que quería evitar que los vecinos del lugar me descubrieran y me denunciaran a la policía. Estaba a veinte cuadras de la casa de mi novia y la lluvia amenazaba ese gélido mediodía de agosto, pero ya nada me importaba. Iba feliz y liberado a ver a mi amada Fabiola.

FIN

1 comentario:

Anónimo dijo...

Jajajaja muy bueno a quien no le ha sucedido!