Obra de Rocío Tisera

miércoles, febrero 14

El libro

Hacía media hora que estaba sentado en ese incómodo banco de la plaza.
Andrea no aparecía y por más que lo intenté varias veces, no pude comunicarme con su celular. Lo más probable es que su teléfono se encontrara apagado.
Pensé en marcharme, pero el simple hecho de imaginar que al minuto de irme, ella llegaría, me hacía desistir de hacerlo. Sentía muchas ganas de verla y de estar con ella. Quizás más que nunca. Y esa ansiedad que sentía era debido a que, aprovechando el día de nuestro segundo aniversario de noviazgo, le iba a proponer que nos casáramos.
Para matar el tiempo, crucé la avenida y entré a una tienda de libros usados.
El lugar era pequeño, pero había una impresionante cantidad de libros, aunque todos ellos desordenados y cubiertos de polvo, y muchos en muy mal estado.
Una señora mayor de edad atendía ese negocio, aunque atender es una forma de decir, ya que en ningún momento me observó ni me dirigió la palabra. Podría decirse que ni había advertido mi presencia.
La anciana se mantenía inmóvil y abstraída ante la pantalla de un pequeño televisor blanco y negro ubicado sobre un estante. Por lo visto, no se quería perder la telenovela de la siesta.
Comencé a revolver algunos libros que estaban sobre la mesa y encontré uno en especial que me llamó poderosamente la atención. El libro se encontraba bastante deteriorado y tenía una presentación demasiado austera. Pero lo que en realidad me sorprendió fue el nombre del autor: “Juan Esteban Torres Saavedra”.
Exactamente como yo me llamo.
Me puse a hojear algunas páginas, e inmediatamente, maravillado por la casualidad, lo tomé y me dirigí hacia el mostrador en donde se encontraba la anciana. Ella me miró de reojo y desganadamente me dijo:
-Llévelo, se lo regalo.
Extrañado, insistí con pagárselo, pero ella, como reingresando nuevamente en su mundo, volvió a ignorarme por completo y siguió viendo esa telenovela, como bien podría haberlo hecho una persona hipnotizada.
Volví a la plaza, sentándome en el mismo banco, dispuesto a seguir esperando a mi novia. Al menos, ahora iba a poder matar el tiempo leyendo.
Desde la primera página, ese libro era en verdad extraño.
No decía en ningún lado el nombre de la editorial ni en que taller había sido impreso.
No contaba con un prólogo y comenzaba directamente con estas palabras:
“Durante una hora esperé por su llegada, sentado en ese incómodo banco de la plaza, sin saber que ella, no muy lejos de allí, había perdido la vida…”
Un escozor recorrió mi espalda y no pude continuar leyendo. Un cruel presentimiento me llevó hasta el auto y marché velozmente hacia la casa de Andrea.
Sentí temor, aunque no sabía exactamente de que.
Al llegar, sus padres me observaron un poco disgustados, ya que ella había salido en su moto hacía ya una hora y cuarto, rumbo a la plaza.
Volví hacía el lugar de la cita, pero esta vez tomé el recorrido que solía hacer ella, mucho más corto, pero también más inseguro y desaconsejable, ya que esa calle cruzaba por una populosa “villa miseria”, la cual tenía la mala fama de ser uno de los lugares más peligrosos de la ciudad.
A quince cuadras de su casa, una ambulancia y un patrullero se encontraban interrumpiendo el tráfico de esa calle. Aminoré la marcha del auto, y poco a poco fui temiendo lo peor.
No me hizo falta bajarme del coche para reconocer que el cuerpo que yacía inerte sobre el asfalto era el de Andrea. Lo que quedaba de su moto, estaba debajo de las ruedas de una flamante camioneta 4 x 4. El hombre que la conducía, estaba totalmente ebrio, tanto, que se hallaba dormido, prácticamente inconsciente, en el asiento trasero del móvil policial.
Sentí deseos de sacarlo de ese patrullero y golpearlo hasta que dejara de estar borracho…
Pero a pesar de mi desesperación, sabía de que nada de lo que pudiera hacer, podría cambiar la realidad.
Me senté casi tirándome en el cordón de la vereda y comencé a maldecir y a llorar, mientras los enfermeros cargaban el bello e inmovil cuerpo de mi Andrea en la ambulancia.
Subí al auto con el ánimo destruido, queriéndome despertar de una vez de esa puta pesadilla, pero debía dirigirme a la casa de sus padres. En ese mismo momento, un policía debería estar comunicándose con ellos para informarles de la cruel noticia.
Subí al auto casi sin darme cuenta y me puse a conducir calles y calles con la mente en blanco, sin saber lo que sucedía a mi alrededor, y si aún puedo contar esta historia, es porque el destino había decidido que aún no era mi hora de partir y de reunirme con Andrea.
Un par de cuadras antes de llegar a la casa de mi amada, vi al lado de mi asiento, a ese maldito libro escrito por alguien llamado igual que yo (¡¿sería posible que fuera YO?!) y que contenía en uno de los relatos, exactamente la misma situación que acababa de ocurrir.
Instantáneamente, cambié de rumbo y me dirigí hacia mi casa.
Abrí la puerta casi con un golpe, ya que mi mano temblorosa no me ayudaba a girar la llave.
Salí al patio, tiré el maldito libro violentamente al piso y lo rocié generosamente con kerosén. Medité lo que iba a hacer durante un momento, hasta que finalmente encendí el fósforo y se lo arrojé.
Vi como las llamas, en solo cuestión de minutos, terminó de devorarse casi la totalidad de sus hojas.
Solo una de ellas se libro del fuego, salvada por una oportuna ráfaga de viento, que la alejó de los restos del libro. Motivado por la curiosidad, la tomé y comencé a leer lo, que creo yo, puede haber sido la última página.
Esa página final, de ese oscuro libro, decía lo siguiente:
“A pasado ya un mes de la muerte de Andrea y el dolor que siento por su ausencia, sigue creciendo mas y mas. Ya no soporto esta cruel nostalgia, esta profunda depresión, este vacío en el que se sumergió mi vida, si es que puede llamarse vida.
He cargado mi revolver y se que cada segundo que transcurre, me encuentro más cerca de ella”.

FIN

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