Obra de Rocío Tisera

miércoles, diciembre 3

La pasión de Jesucristo


Aquel año, el centro vecinal del barrio quiso hacer una especial celebración del tradicional día de Pascuas. La comisión directiva pensó en poner en escena una obra teatral que representara el calvario de Jesucristo para reinstalar en la comunidad el espíritu cristiano que últimamente había perdido y, porque no, de paso juntar unos pesitos con lo que se recaude con las entradas y las ventas de empanadas, vinos y huevos de chocolate. Había que techar una parte del salón de eventos y cualquier forma de generar recursos era válida en ese momento. Allí surgió uno de los escollos a sortear por los organizadores: conseguir un actor que fuera parecido a Jesús, que lograra actuar lo más dignamente posible y que, por sobre todo, lo hiciera de forma gratuita. En el mismo centro vecinal se hizo un casting con algunos vecinos del barrio pero ninguno de los que tomaron la prueba daba con el perfil que buscaban. Algunos eran demasiado obesos, otros eran demasiado petisos. El día de la representación se acercaba y no lograban hallar por ningún lugar a una persona que pudiera hacer un “Jesús” medianamente creíble. Al comenzar la semana santa, un miembro de la comisión del club se encontraba en el centro de la ciudad haciendo unos trámites cuando, de casualidad, vio asombrado a un extraño individuo cuyo físico lo impacto. El sujeto era de elevada estatura, delgado, tan delgado que le sobresalían las finas costillas, llevaba el cabello largo, oscuro y con pequeñas ondas que le tapaban el rostro y tenía una gran barba, espesa e imponente. Ese tipo, podría haber sido un hippie en los años sesenta, pero él era solo un linyera del siglo veintiuno, un indigente que en ese momento se encontraba revolviendo la basura en busca de cartones, algo de bronce, cobre, aluminio… Ese cartonero era el actor que estaban buscando, ni más ni menos que su “Jesús”. Aquel señor que integraba la comisión del centro vecinal se le acercó lentamente, intentando no aspirar el nauseabundo hedor que emanaba el mendigo, y le preguntó ansioso y entusiasmado: “Disculpe señor, ¿usted estaría dispuesto a hacer un trabajo muy especial? Le pagaríamos con una docena de empanadas criollas, bien calentitas y picantes, y un par de botellas del mejor vino tinto de Mendoza. ¿Acepta? ¿Qué me dice?”. El linyera lo miró como si no hubiera entendido ninguna palabra de lo que le acababa de decir, pero inmediatamente comenzó a mover la cabeza de arriba abajo con rapidez, aceptando el trabajo sin tener la menor idea de en que consistía y sin ponerse a discutir si la paga ofrecida era demasiada exigua. Y es que obviamente, ya hacía un buen tiempo que ese pobre mendigo no probaba una comida decente. El señor de la comisión le pidió que lo acompañara hasta la cochera a buscar el auto y marcharon rápidamente a las instalaciones del club, no solo para comenzar lo mas pronto posible con los ensayos de la obra, si no también para meterlo cuanto antes bajo las duchas, porque el tipo apestaba de veras. Cuando el linyera al fin entendió de que se trataba el trabajo, no quedó muy convencido que digamos. Pero su estado de ánimo cambió cuando el resto de los miembros de la comisión del club, al verlo y quedar impresionados por su imagen, comenzaron a tratarlo como a un importante señor, llenándolo de bellos regalos, ricas comidas y dulces vinos. El linyera “Jesús” de esta manera comenzó a sentirse cada vez más a gusto con su nuevo oficio. Cuando llegó el trascendental día domingo, todo el barrio concurrió al club para ver la representación de “La Pasión de Jesucristo”. La comisión del centro vecinal desbordaba de alegría por todo el dinero recaudado y la gente se emocionaba con la obra ya que el “Jesús” que se encontraba sobre el escenario estaba tan bien personificado que ante cada latigazo que los “soldados romanos” le propinaban en la marcha de su calvario, las ancianas y los niños comenzaban a llorar desconsoladamente, mientras que los adultos seguían las escenas prestando mucha atención y sin pronunciar ni una sola palabra, ya que sentían un nudo en la garganta debido a la emoción que los embargaba. Cuando llegó el momento de la crucifixión, los espectadores ya no pudieron impedir que las lágrimas corrieran por las mejillas y en el instante cumbre en que Jesús muere, más de uno se persignó como si lo que estaba sucediendo en el escenario hubiera sido real. Nadie del público sabía que ese actor era en realidad un simple mendigo, uno de esos tantos que deambulan por las calles y que todos evitan acercarse y mucho más aún, ayudarle. Si lo hubieran visto una semana atrás con su aspecto de siempre, seguramente toda esa gente lo hubiera echado a las patadas del club, y hasta hubieran llamado a la policía para que encarcelaran a esa lacra de la sociedad, a ese demente que se resiste a integrarse al sistema, a ese degenerado, a ese criminal. Pero ese día, el mendigo era “Jesús”, por eso, en el momento en que desde arriba de la cruz el mendigo dijo: “Todo se ha cumplido” para luego inclinar su cabeza y exhalar su último suspiro, el cielo, en plena tarde soleada se oscureció por completo, mientras que truenos, relámpagos y temblores hicieron huir espantados a todas las personas que se encontraban en ese lugar.

No hay comentarios.: