Un gato negro me mira desde atrás de un árbol. Aún no ha salido el sol, las calles están vacías y lúgubres, y mis pasos resuenan lentos, cansinos. Ese gato me sigue observando y sus grandes ojos brillan cada vez más. Pasé a su lado con un poco de aversión, no es que sea supersticioso, ya que eso para mi siempre fue cosa de tontos e ignorantes, pero sin saber la causa, mi piel se estremeció y apuré el paso intentando disimular el miedo. El felino nunca quitó su mirada de mí, al contrario, parecían que sus pupilas comenzaban a destellar un fuego cada vez hipnotizante. Cuando ambos estuvimos separados o más de unos cuantos centímetros, él se acercó y se refregó contra mis piernas. Bajé la mirada y ahí estaba él, con sus ígneos ojos, brillantes y hermosos, contemplándome mansamente. Maulló y acomodó su lomo para que yo lo acariciara. Lo hice y me alejé rápidamente. Unos metros más adelante, di media vuelta para observarlo por última vez y allí estaba ese gato negro, de pié, parado sobre sus patitas traseras, saludándome con su garrita derecha, diciéndome, y no maullándome, un “¡Adiós!”.
Tal vez por esta razón he empezado a odiar a los gatos negros.
FIN
Tal vez por esta razón he empezado a odiar a los gatos negros.
FIN
2 comentarios:
Me encanta la imagen del gatito levantando la patita para decir adiós, ¿o tal vez te estaba advirtiendo de algo tan nefasto como para que no lo quisieras entender, y ahora odies a los gatos negros?
Me flipa lo que escribes,de verdad.
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