Un globo rojo viajaba en el viento como surfeando sobre las cálidas rachas de aire. El globo flotaba y realizaba mil piruetas en el cielo, elevándose vertiginosamente de a ratos, cayendo de tanto en tanto en picada, como podría hacerlo un halcón sobre su presa.
Rojo como una manzana madura que cruje ante el mordisco hambriento, rojo como Marte brillando furioso en una noche oscura y fría, rojo como esos inocentes corazones que pintan las niñas en sus cartitas de amor, así era de rojo ese globo que surcaba sus caminos en las alturas de una tarde de enero.
Pero por alguna razón extraña, por algún encantamiento o truco de magia, ese globo ojo de pronto abandonó el vuelo y descendió tan delicadamente que a simple vista parecía que estuviera siendo controlado a la distancia. En la superficie, un muchacho observaba embobado esa extraña cosa que lo sobrevolaba. Y lo observaba extrañado porque precisamente parecía que aquello se dirigía a él. Cuando ese objeto rojo estuvo a su alcance, el muchacho lo tomó entre sus manos y hundiendo sus uñas, lo presionó hasta reventarlo. Al explotar, el globo dejó caer un papelito que llevaba dentro. Era una carta. El muchacho la recogió del suelo y muy intrigado, comenzó a leerla. “Me siento sola, tanto como lo sientes tú. Por favor ¡Ven a buscarme! Te estoy esperando.”
Él se quedó perplejo por unos segundos, con la mirada fija en esa desconcertante carta, pero luego, repentinamente, sin pensarlo, sin saber realmente porque lo hacía, comenzó a correr como un loco sobre esa ruta que lo llevaría al poblado vecino, en busca de alguien de quien no conocía ni su apariencia, ni su rostro, ni su nombre.
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