Las Niñeras, Pintura de Candelaria Silvestro
Cada noche ella escuchaba a su bebé llorar y llorar desconsoladamente. “¿Tendrá frío? ¿Hambre? ¿Miedo?”, se preguntaba entre sueños, afiebrada e intentando escapar de una pesadilla que en los últimos días se había apoderado de ella “¡¿Donde está mi bebé?!”, gritaba antes de despertar y de encontrarse llorando entre las sábanas húmedas por la transpiración, entendiendo que la pesadilla continuaba aún en el mundo real. “¿Por qué, Dios, por qué?”, preguntaba en medio de la noche, sintiéndose destrozada, vacía, sin vida. Ella estaba sola, como siempre, sin nadie que la contuviera, que la consolara, ni siquiera que la escuchara. Sus padres no le dirigían la palabra desde que se enteraron de su embarazo y ella se fuera de casa jurando no volver jamás. Ellos ni siquiera imaginaban lo que había sucedido. Sus amigas al principio la acompañaron pero al poco tiempo se olvidaron de ella y como típicas adolescentes salían con sus novios preocupándose tan solo por que ropa ponerse el sábado para ir a bailar. Y su novio, bueno, apenas nació el bebé, la dejó por otra chica que había conocido unos días antes. Pero, a pesar de este panorama tan desolador, ella consiguió trabajo en un bar, alquiló una pequeña habitación y se propuso luchar por una vida digna para su bebé. Todo funcionaba bien, tenía buena paga, la niñera era dulce y cuidadosa con su bebé y su bebé era encantador y se portaba bastante bien. Pero una noche, hace exactamente un mes, ese hermoso niñito de seis meses, durmió para no despertarse más. Su mamá lo halló en la cuna con los ojitos cerrados y sin ese hermoso brillo en su carita. Ella lo tomó entre sus brazos, desesperada, enloquecida, y salió corriendo a la calle en camisón, en busca de un auto que la llevara al hospital. Pero no hubo nada que hacer. “Muerte súbita”, le explicaron los doctores, aunque esa no era ninguna explicación. “¡Pero si él estaba sano!”, gritaba ella, ante la fría mirada de los médicos.
El velorio fue el comienzo de esta pesadilla. Ver a su amado hijito durmiendo en ese pequeño ataúd, aunque estaba completamente sedada, era la experiencia mas dolorosa y tortuosa que un apersona puede soportar en vida. Ni que decir cuando ya en el cementerio llegó el momento del entierro. Ver como colocaban en ese hueco en la tierra a ese pequeño cajón, a esa rústica cuna de madera en la que su bebé dormía, y luego volver a casa para enfrentarse con la soledad, el silencio y el dolor en su expresión más cruel, destrozó su vida por completo, dejándola sin sueños y sin ánimo de seguir existiendo. Y para hacer aún más cruel todo esto, cada noche, podía escuchar a su bebé llorar, reírse, gritar, balbucear y ella no podía hacer nada, aún conciente de su locura, conciente de lo extraño que resultaba todo esto. Hasta que un día no lo soportó más y salió en medio de la madrugada con la intención de acabar este sufrimiento. Tomó una pala, la cargó a su hombro y se fue caminando lentamente entre medio de sombras y peligros hasta llegar al cementerio en que estaba su adorado hijo. Una hora le llevó desenterrar el pequeño ataúd y abrirlo para liberar al fin a su bebé, a quien tomó calurosamente ente sus brazos, le acarició la frente y lo besó con toda su alma. Así se lo llevó, caminando, desandando las calles indiferentes, cantándole las canciones de cuna que le gustaban, contándole cuanto lo extrañó, cuanto lo ama, cuanto lo cuidará por siempre…En este momento, el bebé duerme otra vez en la cuna, con un pañal limpio que le acaba de poner su cariñosa madre y oliendo a su colonia favorita. Y ella, la mamá, por fin puede volver a dormir tranquila, sin escuchar ya el triste llanto de su bebé.