Orestes Jacinto Kikoto, de profesión fanático de fútbol, hincha “perro” de Instituto, iba caminando rumbo a la cancha, por una de esas transitadas y coquetas calles del Barrio Alta Córdoba.
Orestes vestía su uniforme reglamentario: camiseta de “La Gloria”, último o; en su cabeza, cubriéndolo del sol, un gorro de antigüedad incierta que debido a tantas lavadas más que albirrojo era albirosa, pero que seguía usando por cábala; unos jeans gastados, descoloridos y bastantes mugrosos por cierto, que llevaba estampado en una de sus botamangas un autógrafo de Osvaldo “Pitón” Ardiles (el día que lo encontró no llevaba encima ningún papel, y como estaba estrenando una camisa, decidió sacrificar el pantalón) y una radio chiquita y ruidosa que solo sintonizaba en A.M. pero que le servía para su propósito de escuchar el partido.
Orestes, iba caminando tranquilamente, refugiado entre las amplias sombras que le otorgaban los altos paraísos en esa calurosa tarde de sábado, ya que aún faltaba más de media hora para que empezara el encuentro. Y mientras marchaba por la vereda con su ritmo cansino y desganado, la vio. Ella era hermosa, realmente hermosa. El podría jurar que en sus 25 años de vida, nunca había visto a una mujer de tanta belleza.
Ella era de tez blanca como la nieve, cabellos castaños y brillantes, ojos oscuros como la noche más oscura, senos redondos y generosos que se robaban todas las miradas, ella era sensual, era excitante, era única, era… de Talleres… ¡Si, de Talleres! La camiseta albiazul que ella vestía, si bien era una puñalada traicionera para su corazón albirrojo, al menos le dio la oportunidad de saber el nombre de esa belleza. Porque en esa camiseta de Talleres, arriba del número que llevaba estampado en la espalda (el 7) estaba también impreso el nombre de ella: Lorena.
Orestes nunca había creído en el amor a primera vista y el único amor que había sentido realmente era el que profesaba por el club de sus amores: el Instituto Atlético Central Córdoba, pero decididamente, esto que ahora estaba viviendo era totalmente diferente. Él estaba anonadado, hipnotizado, perdido en la hermosura de Lorena.
Apagó la radio y se sacó el gorro, pasándoselo por el rostro para secar así su sudor, y fue directo hacia ella. No sabía bien que decirle, pero estaba convencido de que esa sería la única oportunidad que tendría.
Ella estaba a allí, a solo treinta metros de él. Orestes comenzó a acercársele, sin sacar en ningún momento su mirada de esos ojos profundos y negros. Ella también lo miraba, aunque esbozando una sonrisa pícara e intrigante.
Cuando él se puso casi frente a ella, se dio cuenta a su chance de hablar. Humedeció sus labios resecos, intentó serenar el latido de su pecho respirando profundamente y tosió con disimulo, intentando aclarar la voz para poder pronunciar las palabras que necesitaba decirle. Pero no pudo.
Una patada voladora, digna de un profesional de lucha libre, impacto en la espalda de Orestes tirándolo al suelo y dejándolo un poco atontado. Cuando levantó la mirada vio a dos hinchas de Talleres dispuestos a seguir golpeándolo en el suelo. Él se levantó rápidamente, al tiempo que se le presentaba el siguiente dilema: correr y quedar como un cobarde o pelear y mostrarle a esos “pechos fríos” de Talleres (y a esos calientes pechos de Lorena) como pelea un hincha de La Gloria… En milésimas de segundo se decidió: ¡peleo!
Orestes Jacinto Kikoto ingresó a la popular del estadio de Instituto cuando estaba por comenzar el segundo tiempo. Tenía los ojos morados, la nariz quebrada, los labios partidos y tal vez algunas costillas rotas. ¡Ah! También tenía el número del teléfono celular de Lorena. Y eso le hizo olvidar no solo el dolor que le causaron los golpes recibidos, sino también la tristeza por la humillante goleada que sufrió Instituto ante Talleres, ese mismo sábado.
FIN
Orestes vestía su uniforme reglamentario: camiseta de “La Gloria”, último o; en su cabeza, cubriéndolo del sol, un gorro de antigüedad incierta que debido a tantas lavadas más que albirrojo era albirosa, pero que seguía usando por cábala; unos jeans gastados, descoloridos y bastantes mugrosos por cierto, que llevaba estampado en una de sus botamangas un autógrafo de Osvaldo “Pitón” Ardiles (el día que lo encontró no llevaba encima ningún papel, y como estaba estrenando una camisa, decidió sacrificar el pantalón) y una radio chiquita y ruidosa que solo sintonizaba en A.M. pero que le servía para su propósito de escuchar el partido.
Orestes, iba caminando tranquilamente, refugiado entre las amplias sombras que le otorgaban los altos paraísos en esa calurosa tarde de sábado, ya que aún faltaba más de media hora para que empezara el encuentro. Y mientras marchaba por la vereda con su ritmo cansino y desganado, la vio. Ella era hermosa, realmente hermosa. El podría jurar que en sus 25 años de vida, nunca había visto a una mujer de tanta belleza.
Ella era de tez blanca como la nieve, cabellos castaños y brillantes, ojos oscuros como la noche más oscura, senos redondos y generosos que se robaban todas las miradas, ella era sensual, era excitante, era única, era… de Talleres… ¡Si, de Talleres! La camiseta albiazul que ella vestía, si bien era una puñalada traicionera para su corazón albirrojo, al menos le dio la oportunidad de saber el nombre de esa belleza. Porque en esa camiseta de Talleres, arriba del número que llevaba estampado en la espalda (el 7) estaba también impreso el nombre de ella: Lorena.
Orestes nunca había creído en el amor a primera vista y el único amor que había sentido realmente era el que profesaba por el club de sus amores: el Instituto Atlético Central Córdoba, pero decididamente, esto que ahora estaba viviendo era totalmente diferente. Él estaba anonadado, hipnotizado, perdido en la hermosura de Lorena.
Apagó la radio y se sacó el gorro, pasándoselo por el rostro para secar así su sudor, y fue directo hacia ella. No sabía bien que decirle, pero estaba convencido de que esa sería la única oportunidad que tendría.
Ella estaba a allí, a solo treinta metros de él. Orestes comenzó a acercársele, sin sacar en ningún momento su mirada de esos ojos profundos y negros. Ella también lo miraba, aunque esbozando una sonrisa pícara e intrigante.
Cuando él se puso casi frente a ella, se dio cuenta a su chance de hablar. Humedeció sus labios resecos, intentó serenar el latido de su pecho respirando profundamente y tosió con disimulo, intentando aclarar la voz para poder pronunciar las palabras que necesitaba decirle. Pero no pudo.
Una patada voladora, digna de un profesional de lucha libre, impacto en la espalda de Orestes tirándolo al suelo y dejándolo un poco atontado. Cuando levantó la mirada vio a dos hinchas de Talleres dispuestos a seguir golpeándolo en el suelo. Él se levantó rápidamente, al tiempo que se le presentaba el siguiente dilema: correr y quedar como un cobarde o pelear y mostrarle a esos “pechos fríos” de Talleres (y a esos calientes pechos de Lorena) como pelea un hincha de La Gloria… En milésimas de segundo se decidió: ¡peleo!
Orestes Jacinto Kikoto ingresó a la popular del estadio de Instituto cuando estaba por comenzar el segundo tiempo. Tenía los ojos morados, la nariz quebrada, los labios partidos y tal vez algunas costillas rotas. ¡Ah! También tenía el número del teléfono celular de Lorena. Y eso le hizo olvidar no solo el dolor que le causaron los golpes recibidos, sino también la tristeza por la humillante goleada que sufrió Instituto ante Talleres, ese mismo sábado.
FIN
2 comentarios:
simplemente gracias. por la analogia, por lorena,por la gloria por recordarme esos pechos redondos y exitantes...gfm
Me encanta el sabor tan cordobés de este cuento...
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