1
Sentados en un banco de la plaza San Martín, tres ancianos observaban fijamente en dirección a la histórica Catedral. Ninguno de ellos hablaba y probablemente ninguno de ellos se conocía. Tal vez por esta razón, el trío mantenía el silencio propio de aquellos que hallándose en el final de sus vidas, contemplan el mundo con mucha tranquilidad, con bastante paciencia y con algo de resignación. Unos metros más allá, sobre la explanada, había quedado estacionado el micro de excursión que había traído a la ciudad de Córdoba al contingente de los jubilados al cual ellos pertenecían. Pero alrededor de los ancianos, el resto de la gente se movía vertiginosamente y así como la peatonal era un incesante y gigantesco hormigueo humano, la calle era un malón ruidoso e incontenible de autos, taxis y ómnibus.
De pronto, en esa fresca pero hermosa mañana primaveral, uno de aquellos ancianos tosió como intentando aclarar la voz. Era quizás el menos viejo, o lo que es lo mismo, el más joven del grupo. De poco más de sesenta y cinco años, seguramente recién jubilado, era el único que intentaba disimular la edad. Su calva, oculta bajo un obvio peluquín y su forma de vestir informal y hasta juvenil demostraba que él era el más presumido de ellos. Volvió a toser y sin dejar de observar la Catedral, tal como lo hacían los otros dos viejitos, comenzó a hablar sin importarle si sus compañeros de banco le prestaban atención o no.
2
“No se porque esta mañana me trae a la memoria algo que viví hace muchísimo tiempo. Recuerdo que los rayos del sol atravesaban la ventana, iluminando directamente mi rostro. Mis párpados, con un ligero movimiento se abrieron, haciendo que mi primer pensamiento de esa mañana fuera ese temido: ¡Me dormí! Miré el despertador y se había detenido a las 3 y 18 de la madrugada. Busqué mi reloj sobre la mesita de luz y cuando veo la hora, no pude impedir que mi boca comenzará a insultar: eran las 8 y 43. Me vestí lo más rápido posible y sin lavarme la cara y medio despeinado, salí en busca del ascensor. El departamento en el que vivía quedaba casi en Colón y General Paz y lo había alquilado precisamente porque estaba a solo siete cuadras de la empresa en que trabajaba. Por eso estaba tan molesto en llegar tan tarde a la oficina. Ya en la calle, me mezclé sin querer con un alcoholizado y violento grupo de personas que iba provocando disturbios, marchando no se muy bien a favor o en contra de que o quién. La cuestión es que se me hizo difícil cruzar hacia la vereda de enfrente y esa demora ya había comenzado a desesperarme. De pronto, tres bombas de estruendo fueron lanzadas por los manifestantes hacía el grueso cordón policial que estaba ubicado delante de ellos, hiriendo gravemente a un uniformado. Esto causó una reacción desmedida de los policías, que intentaron desconcentrar rápidamente la marcha, reprimiéndolos con gases lacrimógenos y balas de goma, aunque en el tumulto también se escucharon las detonaciones de unas cuantas armas reglamentarias.
Lejos de provocar la retirada, los manifestantes se resistieron y más de uno sacó a relucir algún arma de fuego, haciendo disparos al aire o apuntando directamente a la valla policial. Inmediatamente, a pedido de los uniformados, llegaron al lugar más refuerzos, entre ellos la guardia de infantería y la caballería, lo que hizo que todo se convirtiera en un verdadero caos en donde podía verse varios cuerpos sin vida, decenas de heridos desparramados y pisoteados en plena calle, en su mayoría ocasionales transeúntes, locales comerciales destruidos, autos en llamas...
Yo me encontraba parado en medio de esa locura, con el maletín aún en mi mano, mi saco gris impecable, mis zapatos rados y el tiempo jugándome en contra. De pronto, me decidí y súbitamente comencé a correr con todas mis fuerzas, ya que me encontraba a menos de tres cuadras de mi trabajo y no me iba a dar por vencido. Pero a mis espaldas, escuché un grito que en medio de esa guerra campal me ordenó: ¡Alto o disparo!...
No se porque no me detuve, pero lo cierto es que la bala tampoco lo hizo. Sentí como si mis entrañas ardían, como todo daba vueltas a mi alrededor, hasta que al fin caí bruscamente al piso, quedándome paralizado. Todo se oscureció y ahí perdí el conocimiento. Cuando abrí los ojos, tal vez porque los rayos del sol que atravesaban la ventana iluminaban directamente mi rostro, me di cuenta de que estaba en mi cama. Miré el despertador y creo que no hace falta decir que se había detenido a las 3 y 18 de la madrugada. Me levanté y avisé a la oficina que no iba a poder ir a trabajar, con la excusa de que me sentía mal. Me volví a acostar y seguí durmiendo.
Eran las 8 y 50 y afuera ya se escuchan las bombas de estruendo.”
3
Apenas terminó de contar su historia, se quedó en silencio y en ningún momento intentó mirar a los otros dos abuelos sentados con él. Ninguno de ellos hizo algún comentario sobre el relato y solo se quedaron observando la Catedral, tal como lo hicieron durante toda la mañana. Mientras un grupo alegre y ruidoso de jóvenes estudiantes pasaba al frente de ellos dispuestos a festejar el día de la primavera, el anciano sentado en el medio del banco, se quitó los anteojos y con un pañuelo que sacó de un bolsillo de su saco, limpió durante unos segundos la suciedad de los lentes. De unos setenta y cinco años, delgado y de estatura alta, sus largos cabellos blancos y su sobria manera de vestir, le daban un cierto toque distinguido. Aparentaba tratarse de una persona que en el pasado se desempeñaba en un cargo importante o que poseía una buena posición económica. Apenas volvió a colocarse los anteojos, se desabrochó un poco el nudo de la corbata para poder respirar más cómodo y empezó su relato. Todo esto, sin que ninguno de los tres dejara de observar la histórica construcción religiosa.
4
“Nunca antes había esperado con tanta impaciencia que llegara la noche, como lo hice durante esos diez meses. Recostado sobre un duro colchón, dentro de un calabozo pequeño e inmundo, huía con mi imaginación, proyectando en mi mente una película en la que yo viajaba al pasado impidiendo que cometiera aquel error fatal. Cada noche variaba el argumento, en otras lo perfeccionaba, tratando de llegar a una solución que me permitiera evitar esa cárcel. Cárcel, a la que me había condenado por unos eternos quince años. Muchas veces, había creído que realizando esa especie de ritual nocturno, me llevaría hacia la locura, porque cada imagen que reproducía en mi mente, cada vez se iba tornando más y más real. Nunca tuve muy en claro que pretendía lograr al utilizar obsesivamente mi imaginación planeando viajes en el tiempo, pero al menos podía evadirme de la realidad por un par de horas, hasta que el sueño me venciera de una buena vez.
La última vez que me dispuse a realizar esa especie de juego mental, las escenas que imaginé ya me eran bastantes verídicas, quizás debido a la práctica constante de ese ejercicio.
Esto fue lo que imaginé aquella extraña noche.
Me encontraba delante de la puerta de mi casa. Podía observar fielmente el número de la casa colocado a un lado de la ventana, el timbre, que sabía que se encontraba descompuesto y un pequeño graffiti que los chicos de la esquina pintaron sobre el portón del garaje: “El futuro llego hace rato”. Golpeo la puerta, y el tipo que atiende al llamado queda sorprendido y espantado al ver mi rostro. Yo, sin esperar que él me invite a pasar, cruzo el umbral decididamente -al fin y al cabo es mi propia casa- y una vez dentro tomo una silla y me siento alrededor de la mesa.
-Tengo que darte una información que se que te va a interesar. Andá a traer un papel y una lapicera.Mariano va veloz y ni siquiera alcanza a preguntar que estaba sucediendo.
-Tomá asiento y escribí bien el número que te voy a decir: 5012. Ese número va a salir esta noche en la Lotería de Córdoba. Si mal no recuerdo, acabas de cobrar mil pesos por el trabajo de albañilería que hiciste en la casa de los Márquez, así que jugá toda esa plata a primera. ¿Anotaste bien? 5012.
Me levanto sin darle tiempo a que me hiciera alguna pregunta, marchándome rápidamente sin saludarlo. Yo sabía que me iba a hacer caso, porque él tipo ese era yo, o sea, era el yo de diez meses atrás, sin dudas el jugador empedernido y vicioso de siempre. Y que palpito mejor puede tener un timbero, que el recibir el dato del número ganador de las mismas manos del timbero proveniente del futuro… Cuando llegó esa noche, Mariano, o sea yo, probablemente haya querido cortarse las bolas al ver que el número que le entregué no salió ni a los veinte. Lo que realmente me proponía, era que yo no usara ese dinero para comprar al día siguiente, esa hermosa escopeta de caza que siempre había soñado tener. Arma con la que terminaría asesinando a mi esposa y a mi mejor amigo.
Lo que acabo de contar, es lo último que recuerdo haber imaginado, antes de caer en un sueño profundo y reconfortable. Cuando desperté, me sentí totalmente descansado y con una gran e inexplicable paz interior. Mi cuerpo ahora reposaba sobre un suave y cómodo colchón y por la ventana se veían los hermosos rayos de sol de un nuevo día. Retiré, con bronca y con asco, la mano de mi esposa que me abrazaba mientras dormía acurrucada contra mi cuerpo. Me levanté a tomar un poco de agua y fui hasta la puerta a buscar el diario, tal como lo hacía cada mañana. Era martes y el boleto de la quiniela aún se encontraba sobre la mesa. Me fijé en la sección de interés general y efectivamente el 5012 no salió en ningún sorteo.
Fue la única vez en mi vida, que no me amargué por la suerte esquiva. Desayuné y antes de que se despertara mi mujer, me fui al estudio jurídico del abogado que una vez, en aquella línea de tiempo que se alteró, me defendió en la causa de homicidio. Claro que él no me reconocía, pero recurrí a sus servicios nuevamente. Ese mismo día inicié los trámites del divorcio.”
5
Cuando concluyó de hablar, el distinguido anciano se ajustó el nudo de la corbata y se sumó al silencio que sus dos compañeros habían mantenido durante esos minutos. Una fresca brisa aplacó un poco el calor que comenzaba a sentirse, a medida que el sol se iba acercando al cenit. El tercer viejito, el que aún no había pronunciado ni una sola palabra, se quitó la boina y con un pañuelo agujereado por el paso del tiempo, se secó la transpiración de su arrugada frente y su brillante calva. Era el más anciano de los tres. ¿Ochenta años de edad? Quizás. Su mano tiritaba y le costaba hacer hasta el movimiento más sencillo. Vestido de forma humilde. Con su larga barba blanca y sus zapatos gastados, aparentaba ser unos de esos tantos linyeras que andan vagando por el centro de la ciudad. Se volvió a colocar la boina muy lentamente y con voz temblorosa y entrecortada, se animó a acabar con ese silencio solemne. Tenía la boca reseca, pero la historia estaba tan lúcida en su mente, que sus palabras sonaron seguras y convincentes.
6
“Iba caminando rápidamente. Lloviznaba por momentos y las calles se encontraban vacías, un poco por el frío, otro tanto porque pronto iba a anochecer. Otra jornada de trabajo terminaba y deseaba ansiosamente regresar a casa, y ya podía imaginarme estando en mi hogar, compartiendo un café bien caliente con mi esposa, escuchando las risas de mi hija... Aquel viernes se me había hecho eterno y durante todo ese día las había extrañado. En mi apuro, distraído por mis pensamientos, crucé la calle sin mirar y fui sobresaltado por el estridente chillido de una frenada. El auto, que circulaba sin luces, se detuvo e inmediatamente se puso en marcha, saliendo a gran velocidad. Estuve un largo rato insultando a ese ebrio y estúpido conductor que había estado a punto de atropellarme, según lo que creí. Creí, con mucha ingenuidad, haberme salvado de milagro. De pronto sentí un ligero adormecimiento que comenzó por las piernas, lo que me asustó bastante, a pesar de no haberme encontrado ningún tipo de herida. Sin pensarlo demasiado, y como para calmarme un poco, le adjudique a esa extraña sensación como motivo, la estresante situación que acababa de atravesar. Aún nervioso, doblé en la siguiente esquina sin prestar mucha atención, e imprevistamente me topé con una mujer que se encontraba parada frente mío, mirándome fijamente a los ojos. La esquivé, creyendo por la forma tan provocativa de mirar que se trataba de una prostituta y sin prestarle mucha atención seguí mi rumbo. Pero ella me siguió con la vista y me llamó por mi nombre. Yo me detuve, intrigado por saber porque esa extraña me conocía. Aún no había terminado de darme vuelta para enfrentarme a ella y comenzó a hablarme con voz firme y clara.
-Apúrate fantasma, que no puedo perder mi eternidad esperándote. Esta es una noche particularmente movida y debo llevar a varios como tú hacia el otro lado. Solo alcancé a decirle: “¿Se siente bien?”, mientras yo especulaba si esa mujer se encontraba loca, borracha o drogada. Y ella con una sonrisa que más que agradar, me intranquilizó aún más, dijo:
-Te aviso que me estás haciendo perder tiempo, ya debería estar regresando a mi morada... acompañado por ti.
-¿Y precisamente, en dónde se encuentra su morada?- Le pregunté ya comenzando a fastidiarme.
- Mi reino forma parte de la nada, al igual que tú. Para ser más exactos, tú vas a volver a ese lugar del que partiste el día que naciste en este mundo. Tú me llamas La Muerte. A mi me gusta que me llamen La Parca.
Ante esa respuesta totalmente ilógica, desquiciada, inesperada, solo se me ocurrió decirle, sin poder evitar reírme:
-Discúlpeme, pero yo me encuentro tan vivo como lo está usted.
-Mire hacia atrás- me murmuró. Y observé tirado en la calle el cuerpo sin vida de una persona joven. Era de baja estatura, pelo castaño oscuro, vestido con ropa de trabajo... Era yo. La parca continuó hablando:
-Por lo visto no te habías dado cuenta del accidente. Y el que te atropelló con su auto al parecer se fugó del lugar... Yo quede mudo, congelado, sin saber que hacer ni decir. Mientras ella hablaba, pude ver su tez extremadamente blanca, sus cabellos enrulados y castaños, sus ojos grandes y negros que le daban una belleza exótica y una mirada profunda. Ante esa onírica situación, solo se me ocurrió decir, casi de forma ingenua:
-Nunca imaginé que la muerte fuera una mujer, y tan bella, siempre creí a un esqueleto vestido con una túnica negra y que llevaba una guadaña. Ella volvió a sonreír y con voz suave y sensual dijo:
-Yo no soy mujer, tampoco soy hombre. Siempre me presento ante los ojos de los mortales tal como ellos me quisieran ver. Si tu hubieses sido una mujer, lo más probable yo hubiese sido un joven apuesto. Más allá que sea La Parca, no tengo por que perder cierto encanto. Y mirándome a los ojos me dijo:
-Se que me temes.
-Y quién no…
-Le respondí rápidamente, comenzando a darme cuenta de lo que estaba sucediendo. La Muerte comenzó a ponerse seria:
-No entiendo porque sientes miedo, si no tienes ni la menor idea de como soy. Más deberías haberle temido a la vida, ya que ella es quién te ha castigado haciéndote sentir humillaciones, dolores, penas, amores no correspondidos, hambre, frío, calor, injusticia, violencia... a ella la conoces y no le temes y en cambio a mí si”.
-Precisamente, dicen que es mejor malo conocido que bueno por conocer.- dije sin saber que mierda decir.
-Puede ser. Pero para que veas como soy en realidad, te concedo una oportunidad.
-¿Una oportunidad? ¿Y porqué, justamente a mí, me vas a dar esa oportunidad?
-No te creas único ni especial. Cada tanto hago una excepción con ustedes, los humanos. ¡No saben cuanto sufrimiento evitarían dejando este mundo! Pero igualmente se aferran con todas sus fuerzas a esta vida mezquina y materialista... Hoy estuve todo el día a tu lado y se cuanto extrañaste a tu familia. ¿Sabes porque tenías esa sensación? Era un presentimiento que tuviste. Mi presencia de alguna forma te alertó. Debo decirte que hace tiempo que no encuentro una persona con ese don.
-De mucho no me sirvió ese don...
-Consuélate, tu final era inevitable. Yo nunca fallo... En fin, cierra los ojos durante unos segundos y todo lo que has vivido hasta este día, desaparecerá. Volverás a vivir desde tu adolescencia con la ventaja que podrás cambiar parcial o totalmente el futuro. Pero debes tener en cuenta que ha medida que transcurra el tiempo, te iras olvidando de esta vida que acabas de perder. No te preocupes, cuando los abras te darás cuenta de que se trata.
Sin saber porque razón, en vez de marcharme velozmente del lado de ella, le hice caso. Cuando levante los párpados, sentí una rara vitalidad, una sensación que se me hacía conocida. Me encontraba en un cuarto extraño, pero a la vez pude reconocer la cama, los posters, los muebles, la ropa desparramada... Tal como ella me lo había dicho, tenía nuevamente dieciséis años. Durante esos primeros años, cada noche antes de dormirme, me concentraba con todas mis fuerzas en los rostros de mi esposa y de mi hija, temiendo que al amanecer se desvaneciera de mi mente el recuerdo de ellas. Hace mucho tiempo ya que he olvidado sus nombres y se que en algún punto de esta nueva existencia, debo haber cometido el error que me condenó a que nunca más pudiera reencontrarme nuevamente con mi mujer. Aún, a pesar de los años que pasaron, a pesar de todo el olvido, deseo ansiosamente volver a mi hogar.”
7
Los tres viejitos se quedaron nuevamente en silencio, contemplando la Catedral como lo venían haciendo desde un primer momento. Las campanas comenzaron a sonar dando las doce, justo en el momento en que el contingente de jubilados se concentraba frente al Cabildo Histórico. Luego los viejitos enfilaron hacia el micro, varios de ellos llevando un gesto de cansancio pero también de alegría. Una joven y atractiva enfermera, se dirigió hasta donde se encontraban estos tres jubilados y los fue llevando de a uno hasta los asientos del ómnibus. Ella no se molestó en hablarles ni en preguntarles como la habían pasado, ya que ella siempre creyó que los tres eran sordomudos, debido a esa constante actitud autista que siempre llevaban. Pero, por algún motivo, la enfermera creyó ver en esas miradas perdidas y distantes, un brillo especial que no había percibido antes. Un destello que le indicaba que algo de ellos había cambiado luego de ese viaje.
FIN
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