Bernabé Cruz, un importante miembro fundador de la agrupación católica “Salvemos nuestras vidas, salvando vidas”, luchaba firmemente contra el aborto. Avalado por las más encumbradas autoridades eclesiásticas, él era prácticamente el vocero de la iglesia en este delicado tema, cuyo debate dividía a la sociedad casi en partes iguales. En su carácter de representante de la Fe, apareció en cuanto programa de radio y televisión hablaran del asunto, haciendo una cerrada defensa a favor del derecho a la vida y defenestrando y satanizando a todos aquellos que se mostraran partidarios de la ley pro-abortista. Cruz encabezó decena de marchas que finalizaban en una masiva concentración frente al Congreso Nacional. En esas protestas, él, con su Biblia fuertemente tomada en su mano derecha en alto, arengaba a la multitud que escuchaba atentamente su prédica, exigiendo al gobierno que diera marcha atrás con el proyecto de legalizar el aborto.
Pero Bernabé no estaba solo en esta cruzada divina. Él siempre contaba con el leal apoyo brindado por su joven esposa Ruth, quien era, quizás tanto como él, una firme defensora de los principios cristianos y una activista que luchaba por recuperar los valores morales y éticos que la sociedad fue perdiendo con el paso del tiempo. Ruth tenía una fuerte llegada con las amas de casa, y más aún, con las respetables damas de los estratos sociales superiores. Por lo tanto, el matrimonio Cruz representaba para la comunidad un verdadero ejemplo de amor y compromiso cristiano y al que, por ahora, solo le faltaba una cosa ser considerado perfecto: un hijo, el hijo que por tanto tiempo se les había negado.
Cada noche, ambos rezaban implorándole a Dios por el niño que colmaría de alegría sus vidas. Ya llevaban ocho años de casados y si bien ambos aún eran jóvenes (Bernabé, 35 años, Ruth, 29) ellos sentían que poco a poco se iban terminando las esperanzas de un embarazo y comenzaban a evaluar la posible adopción de un niño.
Una noche que Bernabé debía viajar fuera de la ciudad para participar en una reunión en el Arzobispado, Ruth se encontraba en el salón de la iglesia brindando un cursillo de bautismo a un grupo de jóvenes padres y futuros padrinos. Cuando terminó su labor, casi a las diez de la noche, fue la última en abandonar el lugar.
Al salir a la calle, el frío de la oscura noche de invierno le estremeció los huesos y tuvo un mal presentimiento. Se apresuró en cerrar la puerta del salón para poder así subir velozmente a su auto, que se hallaba estacionado a solo unos metros de allí.
Pero no tuvo tiempo, ni siquiera, de darle media vuelta a la llave.
Un sujeto apareció de pronto de entre las sombras y de un salto la apresó entre sus brazos, empujándola hacia el interior del salón. Por más que Ruth intentó resistirse y pedir ayuda, no pudo evitar que ese depravado abusara reiteradas veces de ella, golpeándola en forma brutal.
Dos meses después, en la misma semana en que los medios de comunicación informaban que el peligroso violador había sido capturado por las fuerzas policiales, unos estudios médicos que Ruth se había realizado debido a un ligero malestar, revelaron una inesperada noticia: ella estaba embarazada.
Mucha gente tomó lo del embarazo como un milagro de Dios, quien, alegre por el esfuerzo de Bernabé y Ruth por impedir que se legalizara el aborto, le retribuía sus incansables esfuerzos con lo que ellos más deseaban.
Pero al matrimonio no se lo vio muy alegre con lo del futuro hijo. Ambos llegaron a pensar que quizás no sería bueno tener ese bebé.
Pero Bernabé no estaba solo en esta cruzada divina. Él siempre contaba con el leal apoyo brindado por su joven esposa Ruth, quien era, quizás tanto como él, una firme defensora de los principios cristianos y una activista que luchaba por recuperar los valores morales y éticos que la sociedad fue perdiendo con el paso del tiempo. Ruth tenía una fuerte llegada con las amas de casa, y más aún, con las respetables damas de los estratos sociales superiores. Por lo tanto, el matrimonio Cruz representaba para la comunidad un verdadero ejemplo de amor y compromiso cristiano y al que, por ahora, solo le faltaba una cosa ser considerado perfecto: un hijo, el hijo que por tanto tiempo se les había negado.
Cada noche, ambos rezaban implorándole a Dios por el niño que colmaría de alegría sus vidas. Ya llevaban ocho años de casados y si bien ambos aún eran jóvenes (Bernabé, 35 años, Ruth, 29) ellos sentían que poco a poco se iban terminando las esperanzas de un embarazo y comenzaban a evaluar la posible adopción de un niño.
Una noche que Bernabé debía viajar fuera de la ciudad para participar en una reunión en el Arzobispado, Ruth se encontraba en el salón de la iglesia brindando un cursillo de bautismo a un grupo de jóvenes padres y futuros padrinos. Cuando terminó su labor, casi a las diez de la noche, fue la última en abandonar el lugar.
Al salir a la calle, el frío de la oscura noche de invierno le estremeció los huesos y tuvo un mal presentimiento. Se apresuró en cerrar la puerta del salón para poder así subir velozmente a su auto, que se hallaba estacionado a solo unos metros de allí.
Pero no tuvo tiempo, ni siquiera, de darle media vuelta a la llave.
Un sujeto apareció de pronto de entre las sombras y de un salto la apresó entre sus brazos, empujándola hacia el interior del salón. Por más que Ruth intentó resistirse y pedir ayuda, no pudo evitar que ese depravado abusara reiteradas veces de ella, golpeándola en forma brutal.
Dos meses después, en la misma semana en que los medios de comunicación informaban que el peligroso violador había sido capturado por las fuerzas policiales, unos estudios médicos que Ruth se había realizado debido a un ligero malestar, revelaron una inesperada noticia: ella estaba embarazada.
Mucha gente tomó lo del embarazo como un milagro de Dios, quien, alegre por el esfuerzo de Bernabé y Ruth por impedir que se legalizara el aborto, le retribuía sus incansables esfuerzos con lo que ellos más deseaban.
Pero al matrimonio no se lo vio muy alegre con lo del futuro hijo. Ambos llegaron a pensar que quizás no sería bueno tener ese bebé.
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