No entiendo como estos desgraciados lacayos, han osado en cometer la insolencia de tratarme así, de llevar a cabo esta acción tan descarada y blasfema.
¡A mi! ¡Al mismísimo Rey Carlos II, que ocupa el trono por el infalible designio del Dios todopoderoso!
Pero… ¿Por qué aún no ha venido a rescatarme la Guardia Real? ¿Y mis sirvientes? ¿Dónde están ellos? ¿Y la Reina? ¿Dónde se encuentra mi amada Isabel?
Todos me han abandonado. He sido vilmente traicionado por aquellos mismos cortesanos obsecuentes que solían comer de mi mano.
¡Y que decir de esa turba de brutos y salvajes revolucionarios, que solo ambicionan derrocarme de mi trono! Que saben ellos de lo que más le conviene al pueblo…
Siempre he sido un Rey sabio, justo, clemente y misericordioso. ¡Y así me lo pagan!
Mientras más medito mi situación, más me convenzo de que tendría que haber obrado tal como me lo había recomendado Lautaro, mi antiguo consejero. (¡Cuanto te necesito en estos desagradables momentos, mi fiel Lautaro! ¿Habrás salvado tu vida en esta injustificada revuelta?) ¡Debí haberte escuchado! Si en aquel tiempo hubiese dado la orden al verdugo de que le cortara la cabeza a cada uno de esos delincuentes, hoy no estaría sucediendo esto. Pensar que yo, en mi infinita compasión, les otorgué el indulto…
¡Abran esta mazmorra! Este inmundo y asfixiante calabozo de ninguna manera es un sitio digno para que se encuentre prisionero un Rey como yo.
Juro por la memoria de mi amadísimo hijo, el valeroso Príncipe Fernando, que mi lucha no cesará hasta que yo sea repuesto en el trono y haya cobrado mi venganza a todos los Judas que me entregaron por monedas. Fernando, tú que pereciste valientemente en pleno campo de batalla, defendiendo nuestro reino del ataque de los pueblos bárbaros; tú Fernando, mi primogénito, hubieses sido tan buen Rey como lo soy yo. Pero pensándolo bien, de que te hubiese servido, si los súbditos de este pueblo hoy han demostrado ser unos malditos desagradecidos, unos cobardes mal nacidos.
¿Y tu madre, Fernando? ¿Dónde estás Isabel, mi bella e inseparable esposa? ¿Habrás huido o también estarás encarcelada? ¿Y si ya no estás con vida? ¿Qué será de mi vida sin mi hijo, sin mi esposa? ¿Y si Isabel fue quién me traicionó, quién me entregó desarmado y desprotegido a esos insurrectos? No, ello es imposible. Ella nunca podría actuar de manera tan denigrante e inhumana.
¡Abran la mazmorra! Quizás esté un buen tiempo en esta asquerosa cárcel, hasta que mis ejércitos leales logren recuperar el control de mi reino. Mientras tanto estaré encadenado y seré maltratado por estos bestiales herejes. ¡Sálvame, oh Dios padre! Pensar que ya no podré saborear esos deliciosos y suculentos manjares, ni deleitarme con esos espirituosos e inigualables vinos de la gigantesca Bodega Real… Ni disfrutar de las interminables fiestas y orgías que celebraba en mis fastuosos palacios… Ni salir de cacería de jabalíes y pumas, montando mis majestuosos caballos… Ni apreciar las sangrientas luchas de los caballeros en la arena… Y lo peor, que ya no podré portar mi Corona y gobernar, tal como Dios, tan sabiamente, me lo ha encomendado.
¡Traidores! ¡Sentirán el filo justiciero de la espada del Rey Carlos II! ¡Los mataré, malditos cobardes! ¡Juro que los mataré! ¡Abran la mazmorra!...
Una vez que el efecto de los fuertes sedantes que le inyectaron los enfermeros logró por fin calmarlo, acallando así sus lastimosos gritos y alaridos, Isabel se marchó rápidamente de allí, fría e indiferente. Esa fue la última vez que a ella se la vio por esa prestigiosa institución siquiátrica.
En un pequeño cuarto, inmovilizado por el chaleco de fuerza, se hallaba el delgado cuerpo de Carlos Segundo Rey. Ese hombre alto y algo desgarbado, de unos cincuenta años y que se hallaba sedado en el piso, supo ser, en sus mejores tiempos, un reconocido profesor de literatura de la universidad nacional.
Pero la inesperada muerte de su hijo Fernando en un accidente de autos, ocurrida casi una década atrás, lo llevó a sufrir una crónica y aguda depresión que, al extenderse en el paso del tiempo, lo hizo precipitarse en una profunda locura.
Carlos ya no se encontraba más en su casa, que para él era su palacio.
Ya no viviría mas en el barrio de toda su vida, que para el era su amado reino.
Ya no vería mas a los muchachos del bar, lamentando sobre todo la ausencia de su compadre Lautaro, el amigo de toda la vida.
La traición de su esposa le quitó el dulce refugio de la fantasía, y lo devolvió violentamente al escenario cruel y despiadado de la realidad. Ya nunca más volvería a ser Rey.
Ahora solo sufriría como un prisionero más.
¡A mi! ¡Al mismísimo Rey Carlos II, que ocupa el trono por el infalible designio del Dios todopoderoso!
Pero… ¿Por qué aún no ha venido a rescatarme la Guardia Real? ¿Y mis sirvientes? ¿Dónde están ellos? ¿Y la Reina? ¿Dónde se encuentra mi amada Isabel?
Todos me han abandonado. He sido vilmente traicionado por aquellos mismos cortesanos obsecuentes que solían comer de mi mano.
¡Y que decir de esa turba de brutos y salvajes revolucionarios, que solo ambicionan derrocarme de mi trono! Que saben ellos de lo que más le conviene al pueblo…
Siempre he sido un Rey sabio, justo, clemente y misericordioso. ¡Y así me lo pagan!
Mientras más medito mi situación, más me convenzo de que tendría que haber obrado tal como me lo había recomendado Lautaro, mi antiguo consejero. (¡Cuanto te necesito en estos desagradables momentos, mi fiel Lautaro! ¿Habrás salvado tu vida en esta injustificada revuelta?) ¡Debí haberte escuchado! Si en aquel tiempo hubiese dado la orden al verdugo de que le cortara la cabeza a cada uno de esos delincuentes, hoy no estaría sucediendo esto. Pensar que yo, en mi infinita compasión, les otorgué el indulto…
¡Abran esta mazmorra! Este inmundo y asfixiante calabozo de ninguna manera es un sitio digno para que se encuentre prisionero un Rey como yo.
Juro por la memoria de mi amadísimo hijo, el valeroso Príncipe Fernando, que mi lucha no cesará hasta que yo sea repuesto en el trono y haya cobrado mi venganza a todos los Judas que me entregaron por monedas. Fernando, tú que pereciste valientemente en pleno campo de batalla, defendiendo nuestro reino del ataque de los pueblos bárbaros; tú Fernando, mi primogénito, hubieses sido tan buen Rey como lo soy yo. Pero pensándolo bien, de que te hubiese servido, si los súbditos de este pueblo hoy han demostrado ser unos malditos desagradecidos, unos cobardes mal nacidos.
¿Y tu madre, Fernando? ¿Dónde estás Isabel, mi bella e inseparable esposa? ¿Habrás huido o también estarás encarcelada? ¿Y si ya no estás con vida? ¿Qué será de mi vida sin mi hijo, sin mi esposa? ¿Y si Isabel fue quién me traicionó, quién me entregó desarmado y desprotegido a esos insurrectos? No, ello es imposible. Ella nunca podría actuar de manera tan denigrante e inhumana.
¡Abran la mazmorra! Quizás esté un buen tiempo en esta asquerosa cárcel, hasta que mis ejércitos leales logren recuperar el control de mi reino. Mientras tanto estaré encadenado y seré maltratado por estos bestiales herejes. ¡Sálvame, oh Dios padre! Pensar que ya no podré saborear esos deliciosos y suculentos manjares, ni deleitarme con esos espirituosos e inigualables vinos de la gigantesca Bodega Real… Ni disfrutar de las interminables fiestas y orgías que celebraba en mis fastuosos palacios… Ni salir de cacería de jabalíes y pumas, montando mis majestuosos caballos… Ni apreciar las sangrientas luchas de los caballeros en la arena… Y lo peor, que ya no podré portar mi Corona y gobernar, tal como Dios, tan sabiamente, me lo ha encomendado.
¡Traidores! ¡Sentirán el filo justiciero de la espada del Rey Carlos II! ¡Los mataré, malditos cobardes! ¡Juro que los mataré! ¡Abran la mazmorra!...
Una vez que el efecto de los fuertes sedantes que le inyectaron los enfermeros logró por fin calmarlo, acallando así sus lastimosos gritos y alaridos, Isabel se marchó rápidamente de allí, fría e indiferente. Esa fue la última vez que a ella se la vio por esa prestigiosa institución siquiátrica.
En un pequeño cuarto, inmovilizado por el chaleco de fuerza, se hallaba el delgado cuerpo de Carlos Segundo Rey. Ese hombre alto y algo desgarbado, de unos cincuenta años y que se hallaba sedado en el piso, supo ser, en sus mejores tiempos, un reconocido profesor de literatura de la universidad nacional.
Pero la inesperada muerte de su hijo Fernando en un accidente de autos, ocurrida casi una década atrás, lo llevó a sufrir una crónica y aguda depresión que, al extenderse en el paso del tiempo, lo hizo precipitarse en una profunda locura.
Carlos ya no se encontraba más en su casa, que para él era su palacio.
Ya no viviría mas en el barrio de toda su vida, que para el era su amado reino.
Ya no vería mas a los muchachos del bar, lamentando sobre todo la ausencia de su compadre Lautaro, el amigo de toda la vida.
La traición de su esposa le quitó el dulce refugio de la fantasía, y lo devolvió violentamente al escenario cruel y despiadado de la realidad. Ya nunca más volvería a ser Rey.
Ahora solo sufriría como un prisionero más.