Obra de Rocío Tisera

lunes, septiembre 11

Mi perrito

Mi esposa odiaba a mi perro. Lo detestaba.
Si bien a Camilo lo tenía desde antes de conocer a Natalia (era cachorrito cuando nos pusimos de novios) ella siempre sintió por él una especie de repulsión que con el correr de los días se fue transformando en algo semejante al temor, a medida que ese hermoso ejemplar de raza dogo fue creciendo más y más.
A pesar de las quejas, súplicas y rechazos que debía soportar de Natalia, nunca me pude deshacer de él. Es más, siempre estuve más cerca de separarme de mi esposa que de desprenderme de mi amado can.
Pero como al fin y al cabo amaba a ambos casi de la misma manera, busqué un equilibrio, una posición conciliadora para poder mantener un poco de paz en mi hogar.
Por cierto, Camilo tampoco sentía mucho aprecio atalia.
Cada vez que ella se le acercaba, él ladraba enloquecidamente y si bien la situación nunca pasó más allá de eso, el hecho de que el perro le mostrara más de una vez sus afilados colmillos junto con esa mirada amenazante e inquisidora, lograban que ella se introdujera en el estado de pánico más morboso que pudiera haber conocido en su vida.
Fueron incontables las oportunidades que discutimos este asunto con Natalia.
Muchas veces, incluso, llegamos a insultarnos y hasta intentar agredirnos adelante de su familia, por lo que debo reconocer que no contaba precisamente con el afecto de mis suegros y hasta me animaría a decir que me rechazaban con todas sus fuerzas.
De todas formas, doy fe que ella me lo pidió de todas las maneras posibles, hasta rogándome de la forma más humillante, pero para mí la idea de deshacerme de Camilo era simplemente inconcebible y si bien ella amenazó muchas veces con marcharse de casa, el amor que nos teníamos la obligaba a dar marcha atrás con sus intenciones y luego de la reconciliación, al menos por una semana, todo se olvidaba y no se hablaba más del tema.
Una noche Camilo se liberó de la gruesa cadena que lo mantenía confinado a un sector del patio y se metió en la cocina. Natalia, distraída mientras introducía en el microondas nuestra cena, no advirtió que mi amado perro fue directo hacia su tobillo y la mordió, aunque levemente. Aterrorizada y furiosa comenzó a gritar y pegándole con una olla que encontró sobre la mesa, se zafó de Camilo que volvió asustado al patio.
Natalia fue ciega de odio hasta el dormitorio, en donde me encontraba recostado sobre la cama, escuchando música. Comenzó a tantear con su mano derecha arriba del ropero hasta que encontró el arma, una 22, que teníamos por miedo a los múltiples robos que sucedían a diario en el barrio. Apenas la vi, fui corriendo tras ella, que se dirigía al patio a ejecutar a mi amado Camilo. Cuando vi a Natalia empuñando el arma, apuntando a mi indefenso cachorro, me tiré sobre ella de una manera tan poco afortunada, que en el forcejeo un disparo se escapó, dando en el pecho de mi esposa que, en forma inmediata y de manera fulminante, cayó sin vida sobre el piso de la cocina.
En la desesperación, a pesar de las vertiginosas imágenes que se sucedieron, alcancé a comprender que estaba en un grave problema y que me sería complicado demostrar de que mi intención no había sido la de asesinar a Natalia.
Entre lágrimas, sufriendo por lo que ocurrió y por mi segura encarcelación, tomé el cuchillo con el que cortaba la carne y los huesos que Camilo devoraba día a día y corté en trozos el cuerpo de mi esposa que ya comenzaba a enfriarse.
Una vez terminado el trabajo, guardé algunas de sus partes en una bolsa sellada que luego dejé en el freezer, entre medio del pan y otras viandas de comida. El resto, se las di a mi perro para que las comiera y al parecer, Natalia le gustaba mucho más de lo que yo hubiese imaginado.Al día siguiente, le di un poco más de esa carne, ya que necesitaba que la terminara cuanto antes, porque la súbita desaparición de mi esposa, en poco tiempo llamaría la atención de mis vecinos, y por sobre todo, la de mis suegros.
Pero de pronto, mientras Camilo comía lo que parecía ser una porción de pierna de Natalia, comenzó a dar arcadas y a emitir un extraño gruñido, víctima seguramente de un hueso atravesado en la garganta que le impedía respirar.
Todo fue cuestión de un par de minutos, prontamente de su hocico comenzó a caer una baba espesa y tirado en medio del patio, sufrió una muerte horrible.
No hay mucho más por decir, salvo que mi amado perro quedó enterrado en el fondo del patio y que lo que quedó de mi amada esposa, terminó sobre la parrilla compartiendo el último asado conmigo.

FIN

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