Obra de Rocío Tisera

lunes, septiembre 11

Los tiempos han cambiado

Advertencia: Los hechos y personajes que se describen en este cuento, son resultado de la (poca) imaginación del autor. Cualquier semejanza con la realidad ¿es pura coincidencia?

Agustín Varalle se hallaba sentado cómodamente detrás de su escritorio, contemplando a través del amplio ventanal como el sol del atardecer coloreaba de rojo las altas copas de los árboles. Desde su oficina, tenía una estupenda vista de la plaza y hasta se alcanzaba a ver la avenida principal del barrio. Hacía ya siete años que ocupaba ese mismo despacho, el de Secretario General del gremio.Cada tanto, se perdía en sus pensamientos y mirando hacia la plaza, y quizás sin mirarla, se imaginaba un futuro que lo tendría a él incursionando exitosamente en la arena política, ya sea como diputado provincial o mejor aún, diputado nacional.
A través del conmutador, llamó a su secretaria y le pidió un café y algunas galletas.
Ella le recordó que ya hacía dos horas que le aguardaban en la sala de espera los delegados de planta Gonzalvez, Garaycochea, Brizolla y Licera, de la empresa Venturros Hermanos.
Varalle no le contestó y siguió navegando en sus sueños, totalmente desconectado del mundo. Él hacía números para su proyecto político y se autoconvencía de que económicamente no debería de tener problemas para llevarlo a cabo.
Él ya contaba con un buen capital, fruto de las “colaboraciones” realizadas por casi la totalidad de los empresarios y patrones de fábricas que estaban encuadrados en el gremio. Ese dinero, proveniente de las coimas, sobornos y transas, le permitían a los dueños de esas empresas evitar el riesgo de sufrir inspecciones de parte del Ministerio de Trabajo, ya sea por infracciones en seguridad e higiene laboral, trabajo “en negro”, despidos, suspensiones y cualquier otro tipo de irregularidades y los ponía a salvo de huelgas o medidas de fuerza en que podían desembocar aquellos problemas.
Gracias a este “ejemplo de convivencia y madurez” en la relación gremial-empresarial, Agustín Varalle, quien solo una década atrás era un pobre y simple obrero del montón, ahora ya contaba con un patrimonio personal de tres casas –una en Carlos Paz, cerca del lago, otra en el Cerro de las Rosas y la última en un selecto barrio privado- dos autos, una gran camioneta, una generosa cuenta bancaria…
Mientras seguía contemplando la plaza, tal vez ya imaginando su rostro en los afiches de la campaña electoral, la secretaria llegó con el café humeante y con unos bizcochitos calientes colocados en la bandeja. Ella le volvió a recordar que había gente esperándolo, lo que hizo que Varalle no pudiera disimular su gesto de fastidio.
-No soporto a esos cuatro boluditos que se hacen los anarquistas, ya me tienen las bolas por el piso. –Dijo pensando en voz alta-Y mirando a su secretaria con algo de resignación, le dijo casi murmurando:
-Bueno, hágalos pasar Martita. Ah! Si usted ya terminó con las copias que le encargué, puede retirarse, yo me encargo de cerrar todo, Martita. Nos vemos mañana.
-Entonces será hasta mañana, señor Varalle.
Los delegados fueron entrando de a uno, con caras de pocos amigos y resoplando por el cansancio de la larga y humillante espera. Varalle los recibió con una amplia sonrisa en su rostro y un fuerte apretón de manos. Luego los palmeó en la espalda a medida que iban pasando a la oficina y con la mano izquierda extendida, los invitó a tomar asiento.
-¡Pero como andan, compañeros! Discúlpenme la demora, pero tenía unos asuntos urgentes que resolver, lo mismo me voy a hacer un tiempito para ustedes. No es fácil estar en este sillón, eh…
Casi interrumpiéndolo, uno de los delegados, el que fumaba furiosamente, aplastó el cigarrillo en el cenicero que se hallaba sobre el escritorio y le habló con voz firme e imperativa.
-No se preocupe compañero Varalle, no le vamos a hacer perder mucho tiempo. Solo venimos a recordarle algo. La situación en la empresa ya es desesperante. Hace dos meses que no cobramos un peso y aún siguen en la calle los cincuenta y dos compañeros despedidos el mes pasado sin que nadie les diga si van a cobrar algo de indemnización.
No nos dan ni la ropa, ni el calzado de seguridad, ni los guantes, ni los anteojos protectores para trabajar. Nos quitaron el desayuno, el lugar en donde comíamos, los viáticos, nos hacen trabajar los feriados como si fueran un día común, no nos pagan las horas extras, no nos dejan ni ir al baño y todos los días sancionan y suspenden a alguien por cualquier estupidez. Nos pusieron cámaras de seguridad hasta en las duchas y nos exigen hacer más producción. Y lo peor de todo es que más del sesenta por ciento del personal está “en negro”, sin aportes de jubilación, sin seguro social… Compañero Varalle, hace seis meses que le venimos planteando este problema. ¡Qué mierda está esperando para hacer algo!Luego de escuchar esas palabras, Varalle ya no pudo seguir sosteniendo más su falsa sonrisa, y su rostro se fue transformando hasta parecer prácticamente otra persona.
Dio un fuerte golpe al escritorio con su puño derecho y le respondió a los gritos.
-Los tiempos han cambiado compañero, ya no estamos en los años setenta. Ahora hay que conseguir logros mediante el dialogo y el consenso. Poniendo bombas nunca se pudo conseguir nada.
-Si, pero acá nunca se consiguió nada hablando. Hace rato que nos viene chamuyando pero esto ya se acabó.
Cuando Gonzalvez terminó de decir eso, se puso de pie, rodeó el escritorio hasta llegar al sorprendido Varalle y le pegó un fuerte manotazo en el ojo que hizo caer a ese alto y fornido hombre. Mientras eso sucedía, Garaycochea, abrió la amplia ventana, dejando entrar una fresca y encantadora brisa primaveral, que en un instante invadió la oficina.
Sin dar tiempo a que Varalle se levantara, entre los tres comenzaron a darle puntapiés en la cabeza y en el estómago, entremedio de gritos de “¡traidor!”, “¡cagador!” y “¡ya vas a pagar hijo de puta todo el mal que hiciste!”. Cuando vieron que el castigo había sido suficiente, lo arrastraron hasta la ventana, amagando con lanzarlo hacia la calle.
El arrogante Secretario General, había quedado boca abajo, con medio cuerpo colgando tras la ventana, dando desesperados manotazos para asirse de algo o de alguien.
Pero no lo lanzaron. Los cuatro delegados comenzaron a reírse de cómo Varalle se había orinado en los pantalones, mientras lloraba como un niño implorando que le perdonaran la vida.
Gonzalvez, Garaycochea, Brizolla y Licera se marcharon del lugar, no sin antes amenazarlo de que si las cosas no cambiaban, vendrían nuevamente por él, pero ya no ellos cuatro, sino los ciento veinte compañeros de la empresa Venturros Hermanos.
Varalle, aún dolorido por los golpes recibidos, se quedó arrodillado, apoyado en la ventana, con la mirada un tanto perdida en dirección a la plaza y con ganas de cerrar los ojos para ya no volver a abrirlos.

FIN

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