Obra de Desireé Maldonado
Abrí los ojos y pude ve un resplandor rojo reflejado a mi alrededor. Me sentí cansado a pesar de que recién despertaba de un largo sueño. Mi visión no se adaptaba a ese lugar, no alcanzaba a ver paredes ni techos, ni ninguna puerta o ventana. Si bien no podía gira mi cabeza, me sentía como borracho y no coordinaba mi cuerpo. Estaba seguro que no estaba en mi habitación. Intenté mover mis brazos y no lo logré. Mis piernas también se hallaban adormecidas. Solo después de un largo tiempo comprendí que mis extremidades estaban atadas, sujetas a los costados de la cama, entendiendo además que donde me hallaba recostado no era mi lecho sino un bloque de piedra ubicado en medio de una húmeda cueva iluminada por las llamas de una fogata. Sin estar lúcido por completo, escuché un grupo de personas acercándose entonando unas palabras en una lengua extraña. Cuando vi el brillo del filo de un hacha elevada en el aire por uno de esos desconocidos, comprendí de repente en donde me encontraba: en medio de un sacrificio humano otorgado a algún dios primitivo en el cual la víctima ¡era yo! Cerré los ojos cuando vi a esa hacha caer velozmente en busca de mi cuello y mis sentidos se desconectaron de la realidad.
Cuando abrí los ojos nuevamente, mis párpados se toparon con una venda fuertemente atada sobe mi cabeza. Esta vez me hallaba de pie, con mis manos atadas firmemente en mi espalda, sujetas a un poste. El aire puro y fresco inflaba mis pulmones con mucha agitación, mientras alcanzaba a escuchar a los pájaros cantar no muy lejos de mí. De pronto, los tambores empezaron a sonar. En ningún momento pude ver quienes eran aquellos que estaban a punto de fusilarme, si ellos eran soldados, o guerrilleros, o bandidos. Solo escuché algunas palabras que me sonaron como a ruso o algún idioma similar, y a una voz en especial que, por la situación, comprendí que decía algo así como “¡fuego!”. Instintivamente cerré con fuerza mis párpados, por más que la venda que llevaba nada me dejaba ver, hasta que un viento helado llenó de pronto mis poros y sentí como que mi alma se desvanecía.
Pero mis ojos nuevamente se abrieron. Otra vez. Ahora me encuentro en mi casa, en la cocina más precisamente. Estoy sentado frente a la mesa, en donde un plato de sopa se enfría. Frente a mí estás vos, tan bella como siempre, con tus rulos rubios cayendo sobre tu frente, con tus ojazos celestes mirándome sin pestañear, y con tu revólver apuntándome firmemente entre ceja y ceja. “¡Dame la plata! ¡Dale hijo de puta, se que la guardas acá!”, me gritas con rabia, con asco... Y ahí me doy cuenta de dos cosas: una, que tenían razón todos aquellos que decían que ella solo era una puta traidora que estaba conmigo solo por el dinero; la otra, que por más que nunca haya sentido tanto miedo en mi vida, no debo cerrar los ojos, por más que su dedo se apoye sobre el gatillo, por más que ese dedo jale hacia atrás...
Estoy seguro que en ningún momento cerré los ojos.
Y sin embargo, recién los acabo de abrir, otra vez...
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