Al día siguiente en que Jesús obrara en él el milagro de la resurrección, Lázaro se encontraba contemplando el mundo sentado en una gran roca que se hallaba sobre un monte amarillento y empinado. Él lloraba desconsoladamente y estaba solo, completamente solo. Tenía el precipicio a sus pies y lo observaba resignadamente, como sabiendo que nunca tendría el valor suficiente para saltar. Miró el cielo, aún con lágrimas en los ojos, y blasfemó una y otra vez con toda su furia y desesperación. “¡Maldito seas, Jesús! ¡Maldito Tú, Hijo de Dios!”. Lázaro llevaba un gran sufrimiento en su interior y no era para menos. Él sabía que pronto el Mesías sería sacrificado por los hombres de manera horrible y tortuosa. Lo sabía porque lo había vislumbrado en una especie de sueño, de pesadilla, en la que había caído durante esas horas en la que no se encontraba en este mundo. Y no quería estar presente para verlo. Hubiera preferido seguir estando muerto, ser olvido, ser nada, por toda la eternidad, a presenciar la muerte de su amado maestro. “¡Maldito seas, Jesús! ¡Maldito Tú, Hijo de Dios!”, grito Lázaro mientras se desataba una fuerte lluvia que lavaba su desencajado rostro.
1 comentario:
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