De Él, de su herida profunda, brotó una luz blanca que todo enceguecía y que desde las alturas chorreaba imparablemente. El cielo se estaba desangrando, salpicando la tierra con rayos, centellas y relámpagos. Miles de estrellas fugaces surcaban a su vez sobre nuestras cabezas y comencé a sentir como mi cuerpo ardía. Era imposible hallar un refugio, porque todo ya estaba en llamas, todo se incineraba. Mi rostro, totalmente enrojecido, se elevó lastimosamente y comencé a insultar a ese maldito cielo. Y cuando todo parecía que ese castigo cósmico sería interminable, poco a poco el cielo fue quedándose sin energía, sin vida. Y así, de una secuencia a otra, la oscuridad fue ganando espacios en las alturas y la única luz que quedó alumbrando era la que provenía del fuego que consumía todo lo que hallaba en la superficie. Luego de todo el caos vivido, comprendí que en ese momento era mi cuerpo quién se estaba desangrando, salpicando la tierra que ardía. Era mi sangre, la luz que brotaba de mis entrañas…
Una nueva ocurrencia
Hace 5 días.
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